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Chicas de la colonia: aprender y trabajar en la infancia rural

El trabajo y las identidades en la frontera

La ciudad de San Ignacio está ubicada en una zona de fronteras. Viven actualmente unas 6.312 personas, y se encuentra rodeada de un espacio rural donde residen unas 4.229 en chacras familiares y comunidades indígenas (INDEC, 2012). San Ignacio fue fundada en 1610 como una reducción indígena guaraní a cargo de los misioneros jesuitas, que funcionó durante un siglo y medio hasta que fue abandonada tras la expulsión de los religiosos por parte de las autoridades coloniales. Poblada informalmente por criollos, luego del fin de la Guerra de la Triple Alianza (que enfrentó a Brasil y Argentina con Paraguay, 1864-1870), fue refundada como colonia agrícola en 1907.

San Ignacio fue por lo tanto uno de los primeros asentamientos criollos en la provincia de Misiones, que se incorporó tardíamente a la república como un territorio nacional (1881) y mucho más recientemente como una provincia (1953). Este breve panorama indica que la historia de su poblamiento por parte de indígenas, criollos y colonos fue atravesada por las disputas entre los gobiernos nacionales fronterizos, entre los estados y los indígenas, y por los procesos de autonomía provincial. De hecho, la inmigración europea iniciada a fines del siglo XIX ha sido entendida, en parte, como una estrategia estatal para asegurar las fronteras nacionales (Abinzano, 2013).

La construcción histórica como espacio de frontera explica las características de la estructura social agraria y la diversidad étnica actual en Misiones. La población indígena mbyà, que históricamente ocupó el espacio de la selva paranaense, fue cada vez más marginalizada a medida que la frontera agrícola se fue expandiendo (Gorosito, 2010). La ocupación criolla se dio a partir de grandes latifundios y el establecimiento de colonias criollas y europeas en las tierras remanentes. En general, los colonos ocuparon chacras de 25 hectáreas que lograron regularizar, pero algunos no tuvieron éxito y pasaron a engrosar las filas de los ocupantes de tierras fiscales (Baranger, 2008).

Las diferencias étnicas y de posición social son reconocidas por quienes se auto-identifican de manera general como “gente de la colonia”, ya que en los casos en que no cuentan con la propiedad de la tierra pueden decir, como he escuchado en mi trabajo de campo, que son “casi colonos”. Lo mismo sucede cuando su ascendencia étnica es completamente criolla en las dos o tres generaciones que el productor puede recordar: son “casi colonos” porque no tienen abuelos o padres europeos. Esta denominación genérica de la persona que vive en y del campo tiene vigencia por su significatividad en términos morales: los colonos misioneros encarnan el sacrificio, la estrategia exitosa de reproducción familiar en el campo y, en general, el trabajo (Mastrángelo; Trpin 2008). Esto los distingue claramente de los extractivistas, pero también de los indígenas.

Aprender los quehaceres rurales: influencias adultas

La incorporación progresiva de las jóvenes generaciones de la colonia al trabajo en la chacra implica su participación en experiencias formativas (Rockwell, 1997), es decir que niños, niñas y jóvenes aprenden los quehaceres rurales siguiendo los senderos trazados por quienes son más expertos que ellos. La información sobre las distintas actividades realizadas en la chacra se vuelve significativa educando la atención sobre aquellos aspectos del entorno que sólo pueden ser percibidos por un experto, generándose así habilidades que son individuales, pero a la vez inherentemente sociales (Ingold, 2002).

Las identificaciones de las chicas de la colonia se vinculan con su concepción subjetiva como fuerza de trabajo; es a través de la incorporación en los quehaceres domésticos y rurales que los adultos les comunican a las niñas y jóvenes los conocimientos agrícolas en su propio contexto, aunque ellas se apropian de estos conocimientos para reproducir, creativamente, las características de la vida en la colonia. Las influencias adultas en la vida de las chicas no resultan solamente del contrapunto entre el mundo chacarero y la cultura ilustrada representada por la escuela, sino que sus destinos están afectados por las experiencias diferenciales de sus madres y padres, hermanos varones, niños y niñas de las aldeas indígenas con los que diariamente comparten la escolaridad.

Los niños y jóvenes han participado de las tareas agrícolas familiares en distintos contextos socioculturales e históricos, pero este tema asumió centralidad en las agendas gubernamentales en las últimas décadas, a partir de normativas nacionales e internacionales referidas a la erradicación del trabajo infantil y la protección del empleo juvenil. Aunque estas normativas constituyeron un importante avance en los derechos de las jóvenes generaciones, las posiciones regulacionistas (Nieuwenhuys, 1994) permiten distinguir las experiencias formativas en el trabajo respecto de las modalidades de trabajo infantil erradicable (Padawer, 2014). Entre las familias de la colonia que conocí en San Ignacio, el trabajo infantil erradicable era excepcional, sucedía cuando algunos varones –en general mayores de 12 años, edad en que finalizaban la escuela primaria– eran empleados en actividades agrícolas fuera de sus chacras, por temporadas, para completar el ingreso monetario de sus padres.

Las chicas en la colonia

Durante mi trabajo de campo pude concluir que las experiencias formativas de las chicas de la colonia en San Ignacio incluían prácticamente todos los quehaceres cotidianos de las chacras. En estos espacios las situaciones de juego, aprendizaje y trabajo se entremezclaban en la cotidianeidad de los niños y niñas, quienes usaban herramientas adultas para sus juegos. Así se iniciaban, a partir de escenificaciones lúdicas (Larricq, 1993), en la participación progresiva de las actividades domésticas de reproducción social (Lave; Wenger 2007), la que repetía un patrón básico de división sexual del trabajo. Mientras las niñas se ocupaban del cuidado de hermanos, la limpieza de la ropa, la cocina, la atención de los jardines y huertas, sus hermanos varones se incorporaban en las tareas de la chacra con mayor exigencia física, el manejo de herramientas y maquinarias agrícolas.

La participación de los niños en las actividades agrícolas comenzaba simplemente caminando por la chacra: aprendiendo a “atender” donde estaban los brotes para no pisarlos, juntando semillas, trayendo agua para los animales. En este sentido, aprendían a través de un redescubrimiento guiado (Ingold, 2002), donde las explicitaciones verbales no derivaban de representaciones mentales sino de contextos familiares de actividades. Los niños Soares, a los que me referiré enseguida, no recibían información abstracta sobre las plantas (como podría ser una descripción sobre su anatomía y fisiología), sino que aprendían a mirar e identificar los cultivos en un amplio espacio verde, comenzando luego a ser guiados en el proceso de saber cómo cuidarlos.

Si bien todos los niños participaban cotidianamente en las actividades productivas de la familia, la posición en la escala de hermanos, su edad y su género incidían en las tareas a cargo de cada uno. En el grupo doméstico de la familia Soares quienes tenían mayores responsabilidades eran Damián e Irene, de 16 y 14 años respectivamente, y especialmente el varón era quien tenía a su cargo las tareas más calificadas: “en la chacra es mi campeón”, decía el padre refiriéndose al muchacho; mientras que decía “es la que más ayuda”, refiriéndose a la joven. Esta posición auxiliar de las niñas era la que presentaba al comienzo en relación a Sonia y su madre.

Cierto día, cuando visité la chacra de los Soares, pude observar en detalle el papel de guías en el proceso de adquisición de habilidades y educación de la atención que realizaban los hermanos mayores, diferenciado en términos de género. Mientras recorríamos el predio familiar, los niños más grandes distinguían plantas aisladas entre la capuera (espacio de la chacra en barbecho), mientras que la intención de los más pequeños de acercarse a ese conocimiento se veía cuando reclamaban la atención de los mayores sobre alguna planta que había pasado inadvertida.

Damián era quien tenía a cargo la explicación acerca de la organización de los cultivos (“acá plantamos maíz porque la tierra es más linda”). Era el muchacho quien se había encargado de plantar, tenía contabilizadas las líneas de mandioca plantadas (“son 9”) y podía identificar más fácilmente los brotes; por eso su hermana lo consultaba al respecto (“esta planta como se llama Damián?”). El joven sabía de formas, espacios y también de tiempos y procesos: en qué momento se hicieron las plantaciones (“la cebolla está del año pasado”) y cuándo iban a poder cosechar (“a los tres meses vuelve a salir”) de acuerdo a la variedad (“este maíz es de tres meses”).

En el recorrido por la huerta, su hermana Irene también intervenía desde lo que sabía, pero preguntando a su hermano mayor y siempre estaba atendiendo a lo que hacían sus hermanos pequeños: les iba advirtiendo que no pisaran las ramas de mandioca, que evitaran un brote de melón (“mirá la plantita, vos!”); es decir, que los cuidaba, pero a la vez los orientaba para que percibieran aspectos inadvertidos del entorno. También su hermana menor, Martina, con 5 años, iba detectando ya por sí sola algunos cultivos (“mirá la mandioca”; “ahí hay poroto”). La detección de plantas “perdidas en la capuera” les permitía a los niños desplegar sus capacidades de percepción de formas, colores, texturas y procesos, que habían adquirido apropiándose de los conocimientos de sus hermanos. Es importante advertir como, en el caso de los niños más pequeños, las diferencias de género no estaban tan marcadas como en los mayores: las niñas pequeñas como Martina jugaban y aprendían a la par de los varones.

Las responsabilidades de las chicas de la colonia respecto de las tareas domésticas se vinculan con la histórica división sexual del trabajo en la familia, la que, en tanto campo de poder, hace que las posiciones que ocupan los integrantes dependan de los recursos que logran disponer (Schiavoni, 2008). En contextos rurales como el del San Ignacio contemporáneo, esto implica una reproducción intergeneracional del control diferencial sobre los recursos de la tierra, la tecnología y los ingresos de dinero entre varones y mujeres. Este control se consolida a través de la distribución desigual de habilidades y conocimientos, vinculada a la división del trabajo en la chacra, en razón de género.

Desde las influencias adultas, la asociación de las niñas al trabajo doméstico les permite desarrollar sus capacidades “naturales” de cuidado de los niños y el hogar, mientras sus hermanos desarrollan sus habilidades en el trabajo rural y, por lo tanto, heredarán la chacra. En este sentido, el acceso desigual de niñas y niños a las oportunidades de aprendizaje de habilidades en la chacra constituye, sin duda, una herramienta de restricción social de las mujeres (Stolen 2004).

Esta construcción genérica organizada desde las influencias adultas era rápidamente asumida por los niños. Pude ver esto un día que visitaba a la familia Estrella, cuando recorría la chacra acompañada por Luciano y Patricia, de 9 y 8 años respectivamente.

Mientras la niña cargaba en brazos a una beba, su hermano llevaba un pequeño machete en la cintura. Mientras conversaba con los niños sobre la chacra volví a ver que era el hermano mayor quien sabía cuáles eran los distintos sectores plantados; así Luciano sabía dónde estaba plantado el melón, que apenas botaba del suelo, porque había estado presente cuando sus padres lo habían plantado. Si bien Patricia tenía solo un año menos que Luciano, por su posición en la escala de hermanos y también por su condición genérica tenía un acceso menor a estas experiencias formativas en la chacra, lo que podía verse cuando su hermano la corregía en la identificación o el uso de ciertas plantas. Aunque llevaban adelante actividades sancionadas socialmente en razón de edad y género (“cuando estoy aburrida mi mamá me manda a lavar la ropa”, decía la niña), las actividades propias de los varones eran, en parte, compartidas por sus hermanas: por eso Patricia sabía manejar el machete que llevaba su hermano.

Lejos de las imágenes estereotipadas del trabajo infantil, los niños de la familia Estrella se trepaban a los árboles, recogían frutas y hortalizas que aprendían a distinguir como parte de procesos naturales intervenidos por los humanos (“el ajo crece más rápido si lo pones para arriba”), y también como productos en un ciclo de intercambio (“las bananas no son como las del pueblo”). De esa manera, niños y niñas recorrían juntos la chacra y el monte cotidianamente (“caminamos todos los días”), jugando e incorporándose en tareas cuya responsabilidad recaía en los adultos (“esta parte mi papá ya limpió”).

Las obligaciones domésticas que las niñas como Patricia realizaban desde temprana edad eran, sin dudas, experiencias formativas subordinadas. Pero esta subalternización no provenía de las tareas mismas, sino de la restricción progresiva a recursos y habilidades vinculadas a las tareas de la chacra. De esta manera, las chicas de la colonia iban aprendiendo a dominar el trabajo doméstico y se alejaban de la chacra que iban a heredar sus hermanos varones.

Ana Padawer apadawer66@gmail.com

Doctora en Antropología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Argentina. Investigadora Categoría Independiente de Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina. Es Profesora Adjunta Regular del Departamento de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado cursos de Posgrado en Educación y en Antropología en varias universidades de Argentina, así como cursos de formación en sindicatos docentes y en el Ministerio de Educación Nacional.