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Chicas de la colonia: aprender y trabajar en la infancia rural

Presentación1

Era una tarde fresca de mayo del 2009, y Sonia2, una niña de 11 años, estaba caminando con su madre y conmigo por la chacra luego del almuerzo. Mientras recorríamos los invernaderos de tomate, las plantaciones de maíz, los campos donde pastaba el ganado vacuno, me contaban como habían regresado al campo cuando la niña era bebé, y su padre heredó un predio de 12 hectáreas. El padre de Sonia se había criado en el campo, pero había migrado a la ciudad, y trabajaba como carpintero. La madre, en cambio, provenía de un pequeño pueblo, por lo que al establecerse “en la colonia” tuvo que aprender las tareas rurales, a las que se incorporaron Sonia y sus hermanos desde pequeños. Fue así como la madre y los niños debieron aprender cómo se nivelaba el suelo de un invernadero, qué cantidad de plaguicida utilizar, cómo manejar la temperatura para evitar que se quemen los plantines, cómo amarrar las vacas durante el ordeñe para evitar las patadas. Sonia y su madre asumían cotidianamente muchas de estas tareas junto a los quehaceres domésticos, luego del almuerzo y una vez que la niña volvía de la escuela; realizaban todas las tareas por la tarde, ya que la madre la acompañaba caminando varios kilómetros a campo traviesa, para evitar que recorriera sola un camino solitario y sin transporte público. Generalmente se quedaba esperando en la escuela hasta que Sonia terminara, para no tener que realizar dos veces la larga caminata. Pese a todos los quehaceres rurales que tenían a su cargo, Sonia y su madre se reconocían como “ayudas” de su marido y los dos hermanos mayores, quienes alternaban el trabajo en la chacra con una carpintería que tenían en el pueblo. Mientras recorría su chacra, la madre de Sonia me hablaba del sacrificio y el orgullo de ser colona, de haber abandonado las comodidades de la ciudad en pos de una vida que le había proporcionado beneficios morales, porque había podido transmitirles a sus hijos el valor del trabajo (visita a la chacra de la familia Costas, julio 2009).

Sonia fue la primer chica de la colonia que conocí cuando comencé mi trabajo de campo etnográfico en San Ignacio, una localidad ubicada en la provincia de Misiones, extremo noreste de Argentina. El trabajo de campo incluía observaciones participantes en escuelas, chacras y aldeas indígenas, así como entrevistas abiertas, análisis de estadísticas y de datos geo-referenciados. Siguiendo la perspectiva de E. Rockwell (1997), me había aproximado a estas familias con el objetivo de estudiar las experiencias formativas de los niños dentro y fuera de las escuelas; entiendo que la participación periférica en las labores cotidianas constituye, recuperando a Lave y Wenger (2007), una forma de aprender y a la vez construir el mundo social.

Mi enfoque conceptual en torno al tema se apoya en las aproximaciones regulacionistas del trabajo infantil (Nieuwenhuys, 1994), las que me permiten considerar las experiencias de los niños en el trabajo rural como una forma de educar la atención (Ingold, 2002), pero que no puede escindirse de los contextos de desigualdad y diversidad donde se producen, dados por la posición estructural de sus familias. Considero que no se puede reducir el involucramiento de los niños y niñas en las chacras a una mera estrategia familiar de subsistencia, pero tampoco entenderse como un proceso idílico de transmisión de conocimientos.

La etnografía de Nieuwenhuys (1994) en la India problematizó el trabajo infantil en contextos familiares-domésticos rurales, diferenciándolo claramente del empleo asalariado, aun reconociendo su importancia económica. Su desafío fue analizar los conflictos en términos de edad y género que suelen invisibilizarse bajo pretensiones de neutralidad moral. Esta neutralidad está implícita en la protección parental y la socialización en las actividades rurales, ausentes en el trabajo industrial que ha sido el patrón implícito para elaborar la noción de trabajo infantil desde las leyes. Por otra parte, aportaron a esta idea las teorías económicas neoclásicas y marxistas convencionales, que definieron el trabajo doméstico agrario vinculado a la generación de valores de uso, y no a la acumulación capitalista. Partiendo desde esta perspectiva, mi intención es reconocer y a la vez analizar críticamente el carácter formativo del trabajo infantil rural en contextos domésticos, teniendo en cuenta que la antropología ha romantizado las relaciones entre adultos y niños en términos de socialización basada en el aprendizaje en el hacer, y por lo tanto los conflictos de género y edad en contextos familiares han sido escasamente descriptos.

Por más de un siglo, las zonas rurales de la provincia de Misiones fueron espacio de relación de una población étnicamente diversa, compuesta por indígenas mbyà-guaraníes, colonos(as) (descendientes de migraciones europeas desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX) y una mayoría de criollos/as (cuyos ancestros fueron considerados mestizos, por ser hijos de españoles e indígenas). La familia de Sonia, la joven del relato que encabezó este escrito, reflejaba en parte esta composición demográfica de la región, ya que una bisabuela materna había nacido en Alemania, mientras que el resto de sus ancestros, hasta tres generaciones, era criollo.

A través del trabajo de campo con familias como la de Sonia, pude analizar la participación gradual de las jóvenes generaciones en la reproducción social de las familias, y su lugar central en la construcción histórica de identificaciones contrastivas (Briones, 1996). De esta forma, las niñas criollos(as) y colonos(as) iban reconociéndose como “gente de la chacra”, mientras sus compañeras de escuela y juego se definían como mbyà-guaraní: “gente del monte”. Las niñas iban asumiendo ciertas formas de habitar el espacio rural propiamente femeninas, pero también marcadas por distinciones étnicas y de posición social. Estas identidades contrastivas se iban configurando acorde a las transformaciones históricas en el espacio social agrario, ya que la estructura social basada en grandes latifundios y colonias en el noreste de Argentina se encontraba en redefinición desde hacía tres décadas, a partir de la expansión de la industria forestal y el consecuente éxodo de la población rural.

Como he anticipado, atendiendo a posiciones regulacionistas respecto del trabajo infantil (Niewenhuys, 1994), las participaciones de las niñas en las actividades de la chacra podían ser analizadas como experiencias formativas (Rockwell, 1997), es decir, como parte de un proceso de adquisición progresiva de autonomía para el propio sostenimiento, donde las distinciones étnicas, genéricas, de edad y posición social definen ciertas actividades y saberes como propios de las chicas de la colonia. Estos conocimientos sobre el mundo son los que les permiten entender, pero también transformar imperceptiblemente y en su quehacer cotidiano, el mundo que las rodea: la educación de la atención, el seguir los senderos trazados por aquellos mas expertos en los quehaceres cotidianos (Ingold, 2002), constituía una forma de aprender que estaba invisibilizada, y atravesada por una serie de conflictos ligados a la edad y el género.

Estas pequeñas transformaciones tenían lugar por el mero hecho de que las experiencias formativas no constituyen una transmisión de conocimientos idénticos de una generación a otra a través de la imitación, sino que implican apropiaciones del conocimiento disponible en su entorno social e histórico inmediato (Rockwell, 1997). Las chicas, en tanto aprendices, “echaban mano” de aquellos conocimientos que disponían quienes tenían la experticia en su entorno inmediato, pero en ese “echar mano” transformaban también las formas de hacer y entender el mundo (Paradise; Rogoff, 2009). Se trataba de un proceso donde lo que se podía ver era una heterogeneidad de prácticas de chicas y chicos que intentaban participar de las actividades, y no la homogeneidad de niños que meramente copiaban.

Estas apropiaciones se daban en contextos de transmisión explícita o implícita de conocimientos propios de un mundo adulto que, para las chicas de la colonia, era caracterizado como criollo, femenino y de agricultores familiares; pero también tenían influencia los mundos indígena, masculino y de las clases medias y altas. De esta manera, las chicas aprendían quehaceres propios de las posiciones que estructuralmente ocupaban en base a la división sexual del trabajo, pero también atravesaban otras experiencias que proporcionaban matices a sus identificaciones étnicas, genéricas y su posición social.

En este último aspecto ocupaba un lugar especial la escuela, espacio donde las chicas colonas accedían a una cultura legitimada socialmente. Debido a su condición de mujeres de familias agricultoras, las niñas ocupaban un lugar subordinado en las estrategias de acumulación de capital del grupo doméstico, y en general no heredaban la chacra (Stolen, 2004). En este sentido, poder sostener la escuela constituía para estas niñas una posibilidad de futuro distinto al de sus madres, quienes escasamente habían terminado su escolaridad y dependieron de un matrimonio para adquirir un medio de vida.

1 – Este artículo se basa en una investigación etnográfica iniciada en 2008, como parte de un equipo que estudia las experiencias formativas y las identificaciones en distintos colectivos étnicos de Argentina (Novaro, 2011).
2 – Los nombres de las personas presentados aquí son ficticios para preservar el anonimato, pero las localizaciones son reales.
Ana Padawer apadawer66@gmail.com

Doctora en Antropología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Argentina. Investigadora Categoría Independiente de Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina. Es Profesora Adjunta Regular del Departamento de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado cursos de Posgrado en Educación y en Antropología en varias universidades de Argentina, así como cursos de formación en sindicatos docentes y en el Ministerio de Educación Nacional.