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Muerte y vida en la adolescencia: del dolor y la delicia de ser joven

Cómo rescatar a la niña de los brazos de la muerte: de los ataques corporales a las ideas de suicidio.

Muero en el vientre de la noche:
Soy la que jamás nació.
Y a cada instante espero por la vida.
Profunda es la noche donde vivo.
Da en lo que tanto se busca.
Pero intransitable y oscura.
Cecilia Meireles

El cutting nos intriga –como dice Bollas (1998, p. 107), la “propia palabra es una cuchillada en nuestra paz mental”: ese cortar que, en un acuerdo silencioso, más común entre mujeres, las lleva casi al unísono a tentativas de dar sentido a lo que hacen: “Es mejor que duela aquí, disminuye el dolor del alma, alivia”. Toman ese camino-despeñadero de explicaciones, siendo su mayor desespero la enorme dificultad de transferir lo vivido existencial a una dimensión simbólica. No es solo epidémico: si, por un lado, en los movimientos de automutilación de Ana, existe algo que le es propio; por otro lado, también otras tantas innumerables adolescentes se lanzan a cortarse; siendo así, se presenta realmente como casi epidémico; lo que de veras me intriga. Observo, de un lado, el dolor intransferible de Ana y, de otro lado, su pertenencia a un grupo que se identifica por los mismos rituales en torno a la muerte. Según Bollas (1998, p. 108):

Parece que siempre fuimos capaces de lidiar con un simple mutilador, pero ahora surge una nueva preocupación: las mujeres compiten, se desafían unas a otras, cortándose más profundamente, ampliando la herida hasta el “cuerpo político”, pues todos nos preocupamos que una de nuestras mujeres –estoy hablando, naturalmente, de nuestras pacientes – podrá herirse y marcar nuestra complicidad, nuestra unión con este acto de…¿Acto de qué?

¡Sí! ¿Acto de qué? Qué se libera junto a la sangre: ¿cómo desentrañar esa extraña mezcla? Antes de proponer criterios unánimes, necesitamos pensar que estamos prioritariamente fuera del campo de la represión: aquí, el quiebre domina y rebuscamos con la intención de descifrar las vivencias que perdieron su sentido. Aquí late el sin sentido, con su poder perturbador, sin simbolismo. Nos queda la compleja y paradójica tarea de una escucha polifónica: de un lado, reconocer esos movimientos/actos/parálisis del adolescente como retornos de lo quebrado, abrigando el “no sé” y la repetición del vacío traumático.

Si, por un lado, los ataques al propio cuerpo significan poco o nada, por otro lado, pueden llegar a constituir una escritura intencionada en la piel, conservando algo del sentido de una comunicación. El cuerpo adolescente es objeto de sufrimiento: “se trata de luchar contra las tensiones que se adhieren a la piel” (Dal Pont, 2009, p. 167). Cuerpo también odiado, porque es objeto de desbordamiento. La relación con el cuerpo se torna grave si no pudo ser mediada por la relación primaria con la madre y, después, con los lazos con el ambiente. De ese modo, se articula el desafío que representa el estallido de la pubertad, con los fallos iniciales, aquellos concernientes a experiencias de extremo abandono o extrema invasión vividas por el bebé.

Actuar sobre el cuerpo puede ser también comprendido como la conversión en acto de algo vivido pasivamente, intentándose, de esa forma, escapar de la impotencia a la que son sometidos, a través de los ataques directos “a las envolturas corporales” o al exponerse a riesgos. Después de los comportamientos de automutilación, se tiene la sensación de que se recupera el dominio sobre esa violencia externa y sobre el cuerpo-odiado, en tanto objeto de desbordamiento. Pero el alivio es breve, lo traumático persiste, se repite el ataque al propio cuerpo, tanto como acto de insistir en el dominio como acto de preservar algo simbólico, comunicación con el ambiente primariamente traumático. Se deriva de ahí la dimensión de direccionamiento.

El direccionamiento se refiere a las múltiples fuentes traumáticas –aquella del propio cuerpo invadido por los desafíos del enfrentamiento de la sexualidad, pero también a la propia fragilización del vínculo con los padres. El adolescente precisa ser apoyado por estos para que pueda completar su constitución narcisística, o sea, su confianza frente a sí mismo y a los lazos parentales – tanto los que se refieren a los padres reales, como a las imágenes interiorizadas de los mismos.

Aunque se mantengan como comportamiento de riesgo, se ve en los actos la búsqueda de la pertenencia a grupos, al “grupo de los depresivos”. Esa búsqueda de grupos de referencia, propia de la adolescencia, adquiere aquí un tono dramático, porque tiene que ver con desencuentros traumáticos en el ambiente primario, lo que dificulta o, incluso, impide, la renovación de los lazos intersubjetivos.

Al malestar que siente el adolescente cuando se integra su cuerpo sexuado a la problemática de la relación con los objetos primarios, se suma: la ausencia de cuidados maternos en su función de contención; perturbaciones severas en las identificaciones con la madre; incluso, la ausencia de un objeto paterno. Si, por un lado, las marcas del cuerpo pueden llegar a significar tentativas de reconstrucción psíquica-corporal, esos comportamientos sobrevienen en relación a violencia en los apegos, a una impregnación de lo traumático en la relación de objeto, lo que remite a una dinámica de dominio en el lazo intersubjetivo. Su incongruencia destaca la importancia de concebir la subjetivación en la adolescencia como una “intersubjetalización”. En otras palabras, el adolescente no se torna adulto por sí solo, sino en relación con los demás: con los padres, con los pares, con la sociedad como un todo.

Las automutilaciones son, además, un gesto impreciso, dubitativo del adolescente que observa la catástrofe moral final bajo la forma de tentativa de suicidio. Siguiendo al texto de Winnicott, “El miedo al colapso” (1994), podemos articular las ideas de muerte proyectadas hacia un futuro o presente próximos, una muerte que ya tuvo lugar en la primerísima infancia, lo que Winnicott denomina “muerte psíquica” (ibid., p. 74). La catástrofe al final es reencuentro con los orígenes: piensan en el suicidio como solución, esto es, “el envío del cuerpo a una muerte que ya aconteció en la psiquis” (ibid., p. 74). El suicidio, no como respuesta, sino como gesto de desespero.

La muerte, encarada de esta manera, como algo que aconteció al paciente que no era suficientemente maduro para experimentar, significa el aniquilamiento. Es como si desarrollarse un patrón según el cual la continuidad del ser fuese interrumpida por las reacciones infantiles del paciente ante las intrusiones (impingements), como si estas fuesen factores ambientales que se permitió que invadieran por fallos en el medio ambiente facilitador (ibid., p. 75).

Reflexionamos sobre el suicidio, remitiéndolo a los quiebres del inicio: de este modo, piensa Winnicott y, como veremos más adelante, Dolto nos refuerza además la misma idea, al reflexionar sobre el deseo de muerte en la adolescencia.

La vulnerabilidad de Ana, aunque posteriormente se sumaran a ella fuerzas vitales, fue y continúa siendo el paño de fondo, revestimiento pantanoso, capaz de exponerla a los riesgos más diversos. La fragilidad de Ana puede ser descrita así por Dolto (1990, p. 19-20):

Para entender mejor lo que es la privación, la fragilidad del adolescente, tomemos el ejemplo de los langostinos y de las langostas cuando pierden su caparazón: en esa época, ellos se esconden bajo las rocas, el tiempo suficiente para segregar un nuevo caparazón, para readquirir sus defensas. Pero si, mientras son vulnerables, los golpearan, quedarían heridos para siempre, su caparazón recubrirá las cicatrices, jamás desaparecerían. En ese momento de extrema fragilidad ellos se defienden de los otros, o a través de la depresión o a través de un estado de negativismo que agrava aún más su debilidad.

Dolto destaca que hay adolescentes que tienen ideas de suicidio de manera sana y otros que pueden tenerlas de manera mórbida, cuando desean realmente morir. Las primeras, se corresponden con el imaginario; y la frontera entre ambas es muy delicada. El adolescente precisa de un oyente, es una edad de sufrimiento, porque es una edad de mutación. Continuando:

Es como una mariposa que sale de la oruga. Esa comparación es válida en la medida en que el recién nacido muere para algo con el objetivo de renacer para otra cosa; el adolescente también muere para la infancia. Él está en la oruga, no tiene para que decir, está en su propia sustancia. Si abrimos una oruga, solo encontramos agua. El adolescente está en el nivel cero y las palabras no tienen el mismo sentido que tenían antes. Amar no significa nada. “Amar es molestarme, mis padres me aman y me molestan, ellos me vigilan, me persiguen”. Amar es desear físicamente (ibid., p. 120).

Si la fantasía del suicidio en el adolescente es imaginaria, y, por lo tanto, natural. Ya con el suicidio en potencia, con su deseo de llevarlo a término, estamos frente a la enfermedad, a la morbidez. Este revive el no deseo que él imagina que sus padres tuvieron cuando nació. Ni todos consiguen concretar esa fantasía y los que casi llegaron a concretarla, creían que estaban de más en su familia. Dolto se refiere a la culpa por haber nacido: el suicidio agradaría a la madre (que llevan dentro) que no estaba feliz por verlos nacer. Recurro a Dolto (ibid., p. 122) una vez más:

El acto se remonta al nacimiento. No había, en el momento del parto, alguien que tuviese una expresión de alegría por verlo nacer. Pero esto no fue dicho. Está grabado en el centro de su alma. En el suicidio, es en la falta de cualquier posibilidad de esperanza, de alegría, de estima por sí mismo, que eso se da. Entonces, cuando fantasea con el suicidio siente una especie de placer de pose de sí mismo. Va a jugar con su vida. El adolescente se deleita con la idea de la muerte y de la emoción de los otros a quienes les hará falta: esta idea se vive como el entierro de su infancia, de su modo de ser. Es al mismo tiempo, una nostalgia de los que él va a dejar. Si llega a creer que nadie será afectado por su desaparición, y sin en su primera infancia no tuvo verdaderamente una persona que influenciase el sentido de su vida por el amor que le tuvo, entonces él puede pasar a la acción, después de cierto tiempo alucinando con el suicidio, que ni siquiera le ocasiona el placer de la nostalgia por la persona que llorará por él.

Como ya fue expresado, si la adolescencia es naturalmente una travesía turbulenta en ese enfrentamiento a la muerte de la infancia, aquellos que estuvieron sujetos a lo que Winnicott denomina “desilusión precoz” (1994, p. 17), que fueron significativamente “decepcionados”, en el sentido de haber sido traumatizados por un patrón de fracasos ambientales, sus personalidades se estructuran en torno a defensas de calidad primitiva, tales como la cisión, sujetos que estuvieron expuestos a faltas en la adquisición de la autoconfianza necesaria para un estado de “camino a la independencia”.

Ellos tendrán que pisar terrenos más pantanosos y movedizos y precisarán de apropiarse de sus fuerzas vitales para vencer los comportamientos de riesgos, la inminencia de colapsos, los negativismos y retraimientos. Recurro nuevamente a Dolto (1990, p.14-15):

Los que en la partida no consumaron la ruptura que hace posible la adquisición de autonomía, que pisan bloqueos en ese terreno de inestabilidad y de grietas que es la adolescencia, serán menos favorecidos que los otros, pero todos precisarán de toda su voluntad de vivir, de toda la fuerza de su deseo de realizarse para enfrentar la muerte de la infancia.

Resta resaltar mi pregunta sobre la imprecisión de las fronteras que separan las fantasías, del deseo de muerte de Ana. ¿Cuál es la extensión de su voluntad de vivir? ¿Cómo ella se manifiesta, aunque de modo tortuoso, como veremos a continuación? No hay como negar el hecho de que esté enferma, pero, ¿será en realidad una suicida en potencia? Oscila entre el morir y la vida, anuncia la muerte como interpretación del dolor e, incluso, clamor para que curen sus heridas. La indiscutible fragilidad lado a lado con su deleite en pensar en la falta que hará. Precisa enterrar la infancia, pero no sabe cómo. ¿Cómo fue celebrada al nacer? ¿Qué estará grabado en el ombligo de su alma? ¿Cuánto de su desamor propio, de su incredulidad respecto a su bondad habrá sido inscrito desde los inicios? ¿Cómo fue recibida, después de todo?

Fátima Flórido Cesar fatacesar@gmail.com

Psicóloga, Psicoanalista, posdoctorante en Psicología Clínica por la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo (PUC-SP), Brasil. Autora de los libros: "Dos que moram em móvel-mar: da elasticidade da técnica psicanalítica" y "Asas presas no sótão: Psicanálise dos casos intratáveis".