En “terreno privado”: en el corazón de los barrios
Lo que sigue expone sintéticamente algunos de los resultados obtenidos en tres diferentes trabajo de investigación/intervención con pandillas violentas de la Zona Metropolitana de Guadalajara: en Zapopan (Marcial; Vizcarra, 2014), en Tlaquepaque (Marcial; Vizcarra, 2015) y en Guadalajara (Marcial; Vizcarra, 2017).7 Los recorridos de campo por parte del equipo de investigación en las colonias elegidas de la Zona Metropolitana de Guadalajara para la realización de estos estudios fueron la base para el contacto con informantes clave (pandilleros, jóvenes no pandilleros, representantes institucionales, miembros de asociaciones civiles, autoridades y vecinos), cuyo objetivo fue recoger sus opiniones sobre las problemáticas que identificaban en sus barrios y las posibles alternativas al respecto. Otra forma de convocar y entrar en contacto específicamente con jóvenes pertenecientes a pandillas para aplicar una encuesta y buscar jóvenes que pudieran ser líderes en sus colonias, fue la realización de eventos de esparcimiento en cada colonia. La temática de estos eventos la definimos según lo que los propios jóvenes de los barrios nos comentaron. El rap,8 sobre todo, pero también el grafiti, los perros pitbull, la música circuít9 y el reggaetón, así como la práctica del llamado full contact o artes mixtas10, fueron lo que prefirieron.
De tal forma, y a la par de estas actividades culturales, se desarrolló el trabajo de campo en las colonias seleccionadas a partir de visitas permanentes y trabajo etnográfico de observación y análisis. Los integrantes en cada pandilla oscilan desde los 25 y hasta los 150 miembros. Se ubican entre los 12 y los 32 años de edad y, por sus propias denominaciones, existen rivalidades importantes entre “norteños” y “sureños”, así como entre las adscripciones a las pandillas originarias de Los Ángeles y conformadas a partir de la Mexican Mafia, Nuestra Familia (Marcial, 2011), el Barrio 18 y el Barrio 13 (Valenzuela; Nateras; Reguillo, 2007). Durante los eventos musicales, de grafiti y canes fue evidente la presencia de estos grupos a partir de su vestimenta de colores rojo (norteños) y azul (sureños). De los jóvenes encuestados, cerca del 70% aceptó pertenecer o haber pertenecido a un grupo barrial juvenil conocido como “pandilla”, “barrio” o crew. La participación de mujeres en este tipo de grupos es muy baja, además de que tiende a desaparecer al llegar a los 20 años de edad. Según nuestro trabajo etnográfico, esta realidad responde a varias cosas. En primer lugar, es común que dentro de este tipo de grupos barriales la presencia femenina sea meramente “decorativa”. Las mujeres que se acercan y conviven con los varones en estos grupos, en la mayoría de los casos, no son cuantificadas por estos jóvenes como “miembros” (con plenos derechos) de la “pandilla”. Ciertamente su participación es bastante menor que la de sus compañeros varones, pero aún más, en buena medida son invisibilizadas por ellos ya que sólo son consideradas como “recursos sexuales” para algunos miembros del grupo. De tal forma, muchas de estas chicas no se consideran de la “pandilla” aunque convivan con ellos, ya que la membresía no es tan fácil de obtener como mujer. Es también destacable que existen los casos en que, frente a esta realidad de exclusión, las mujeres en ocasiones formen sus propias agrupaciones en las que los varones no tienen participación. Conocimos el caso de las Zorras 14, de Santa Ana Tepetitlán, como el único que hemos detectado certeramente de este tipo. Por otra parte, la llegada de los hijos principalmente por embarazos no planeados es una de las causas más fuertes de que a mayor edad, las mujeres dejen de participar en estos grupos.
Los jóvenes de estos barrios identificaron los motivos por los que prefieren pertenecer a una “pandilla” dentro de sus colonias. Es abrumante la respuesta sobre el hecho de que estar en estos grupos tiene que ver con la posibilidad de divertirse y “echar relajo”, una cuestión eminentemente lúdica. Pero, seguido de esto, otras razones de pertenecer a estos grupos tienen que ver con el apoyo y la solidaridad con la que se cuenta estando en ellos. Son mínimas aquellas respuestas que identifican la pertenencia a estos grupos con “ser alguien” u obtener la posibilidad de estar con mujeres (“jainas”). Mientras tanto, al preguntárseles sobre los beneficios de su pertenencia a “pandillas”, la diversión siguió siendo la respuesta más repetida, seguida también por el apoyo y la solidaridad grupal. La protección, el acceso a alcohol y sustancias ilícitas, así como a mujeres, fueron respuestas que también se presentaron, pero en menor medida. Y para cerrar este diagnóstico con respecto a lo que los jóvenes identifican en relación a su pertenencia a “pandillas”, se les pidió identificar los problemas que esa pertenencia les trae en sus colonias. Acá, destaca que a edades tempranas (entre los 10 y los 15 años), el principal problema tiene que ver con conflictos con otros jóvenes que pertenecen a grupos similares, pero al pasar los 16 años de edad y hasta los 25, los conflictos se relacionan más con elementos de la policía. Cabe destacar que los conflictos con sus propias familias también son importantes, aunque por debajo de los mencionados. Muy pocos identificaron conflictos con amigos o problemas de adicciones como algo significativo al respecto.
Aquí yo rifo, ése: la lógica de la masculinidad tradicional
El punto de partida para estudiar las violencias sociales en torno a experiencias de jóvenes insertos en pandillas de la Zona Metropolitana de Guadalajara, no se diseñó a partir de problematizar el tema de las formas de representar y ejercer la masculinidad por parte de los jóvenes varones con los que se trabajó. Más que ese punto de partida, el asunto de las masculinidades fue un punto de llegada al analizar los causales del incremento de violencias de diferente tipo (doméstica, de género, callejera, policiaca, delincuencial, estructural) en los contextos barriales de las colonias del estudio. Solo después de la inserción en las complejas realidades juveniles en estos barrios, la evidencia de que las formas de concebirse como varones ante sus pares masculinos en las pandillas y ante el resto de la gente (hombres y mujeres; niños, jóvenes y adultos; vecinos, policías e integrantes del crimen organizado), tenían serias consecuencias en la representación y el ejercicio de la violencia personal y grupal de y entre las pandillas. Una fuerte raigambre en concepciones sobre los roles tradicionales de la masculinidad, enfocada casi en su totalidad en aspectos ligados a los papeles de protector y de proveedor que “debe” cumplir el varón, resulta ser lo que dota de sentido al uso de la violencia y a su representación (violencia real y simbólica).
Parto de la idea de que la masculinidad es un complejo proceso de relación entre estructuras sociales y aquellas prácticas que estas estructuras hacen posible. De allí que es factible identificar prácticas que se desprenden del ordenamiento jerarquizado de los géneros en los ámbitos productivos, del poder y de lo erótico-sexual (Ramírez, 2005, p. 49). En cuanto al ámbito productivo se naturalizan prácticas, en tanto roles tradicionales de género, en los que el varón supuestamente tiene “mayor capacidad” para llevar a cabo trabajos fuera del ámbito doméstico; mientras que las mujeres, por sí mismas, contienen especificidades “propias de su género” que las hace propicias para llevar a cabo las labores domésticas referidas a la crianza de los hijos y las labores del hogar. De allí que el varón “debe” cumplir con su papel de proveedor, saliendo del ámbito doméstico para conseguir un empleo remunerado; mientras que la mujer “debe complementar” al varón, cumpliendo con lo necesario para que se asegure la reproducción de la unidad doméstica. “[…] Las relaciones de producción […] aluden abierta o veladamente a la figura de proveedor, que se deriva de la participación de los varones en el trabajo. Éste es un elemento que caracteriza a la identidad masculina” (Ramírez, 2005, p. 51).
Ciertamente, como bien critica la autora feminista Silvia Federici (2010), esta división sexual del trabajo se configuró con el nacimiento del sistema capitalista de producción y sus razones no tienen que ver con las capacidades “naturales” o “biológicas” de unos (varones) y de las otras (mujeres). En realidad, el capital necesita que el varón que sale a trabajar tenga todo resuelto en el ámbito doméstico para que él pueda regresar cada mañana a sus labores alimentado, descansado y sin tareas domésticas que le distraigan. Así es como se le asignó, veladamente y sin su consentimiento, el cuidado del hogar, de los hijos y del varón a la mujer.
Parte importante de la imposición del varón sobre la mujer, a través de la centralidad del rol de proveedor del varón, se sustenta precisamente en esta concepción tradicional de la masculinidad. Y cuando las dificultades para cumplir este papel de proveer por parte del varón son demasiadas, entonces su masculinidad se ve cuestionada.
El proceso económico mundial, en particular en América Latina, con sus efectos de agudización e incluso periodos de recesión en determinados años, ha llevado a plantear la falta de seguridad en el trabajo, la pérdida del empleo o el subempleo como un elemento que está contribuyendo a cuestionar la identidad masculina, especialmente en sectores populares (Ramírez, 2005, p. 51).
Lo que sucede en tal sentido con los jóvenes insertos en pandillas violentas es que, ante las nulas oportunidades de empleo estable y con prestaciones de ley, les es negada esta posibilidad de cumplir con el papel de proveedor que su unidad doméstica espera de ellos. Evidentemente, esto tiene que ver con las consecuencias de una violencia estructural, sistémica, de incumplimiento de los derechos elementales (en este caso, el derecho al empleo digno y con seguridad social) que el propio Estado provoca por la omisión en el cumplimiento de la generación de condiciones adecuadas de bienestar y desarrollo individual, colectivo y social. Y, a su vez, propicia que sean otros imperativos a los que se acuda para construir una masculinidad reconocida por quienes les rodean; ya que, “Al parecer, las especulaciones sobre las identidades masculinas en contextos de desempleo y marginación muestran que no dependen en exclusiva de ser proveedores de la familia […]” (Ramírez, 2005, p. 51). Es por ello, como enseguida argumento, que la relación entre masculinidad y violencia se estrecha significativamente.
Aunado a lo relacionado con el rol de proveedor como rasgo distintivo de una masculinidad tradicional, también el papel de protector dota de sentidos específicos a este tipo de masculinidad. Es necesario que el varón represente para los suyos una figura de seguridad ante las posibles amenazas que se enfrentan cotidianamente y que pudieran poner en peligro a los demás integrantes de la unidad doméstica.
Este imperativo también se extiende a quienes ellos llaman hommies, esto es, a los demás integrantes de sus pandillas. Para estos grupos barriales, contar con la seguridad de que todos y cada uno de sus integrantes cumplan con la protección del grupo resulta ser uno de los valores más destacados en las interacciones cotidianas de las pandillas o barrios. Esta característica de protector como parte de una masculinidad tradicional, además, entra “en juego” con las mujeres que cotidianamente conviven con estos grupos barriales. Cumplir cabalmente este papel de protector fortalece en buena medida la construcción de una masculinidad tradicional que está asociada con ser deseado y pretendido por la mayor cantidad de mujeres posibles (Ramírez; Uribe, 2008).
Sin embargo, hay que destacar que precisamente el incremento de las violencias sociales está generando que el papel de protector por parte de estos jóvenes, propio de la construcción de sus masculinidades, implique el desarrollo y consolidación de prácticas representativas de una violencia simbólica, así como prácticas performativas de una violencia física, real. En otro espacio (Marcial, 2018) he destacado cómo, a través de tatuajes corporales, el cuerpo pandillero enuncia este papel protector ante la mirada de propios y extraños; y cómo en ello también están implicadas las relaciones de género con las mujeres del barrio.
Simón, mira, es que ellas buscan protección porque aquí en el barrio las cosas están bien cabronas [difíciles]. Quieren estar con un bato [hombre] que las proteja, que no le saque a los chingadazos [golpes], que sea bien cabrón [duro] para pelear. Entonces te ven tatuado y dicen “ese bato es machín, quiero con él” ¡A wevo!, por eso tenemos más viejas andando así [tatuados]11 (Florencia 13, 2015).
Y más allá del simbolismo de todo esto, proteger está implicando ser cada vez más violento, a nivel físico y real, ante la violencia que enfrentan cotidianamente en sus barrios debido a la presencia de lo que llaman La Plaza (cárteles del crimen organizado). Es así como la construcción de masculinidades tradicionales entre estos jóvenes varones se liga intrínsecamente con la representación y el uso de la violencia. Si el papel de proveedor cuestiona sus masculinidades, ser violento en casa y en la calle las reafirma. Y ser violento en la calle a niveles cada día más destacados resulta ser un requerimiento obligado para cumplir el otro papel de protector propio de estas masculinidades tradicionales.
Pero parafraseando a Ramírez y Uribe (2008), ¿cómo participan las mujeres en este “juego de género”? Las condiciones estructurales de las violencias sociales también están construyendo relatos que valoran como algo positivo el uso de la violencia en los espacios más cotidianos. Una forma en que las mujeres “le entran a este juego” es, como indicamos líneas arriba, reconociendo y buscando a aquellos varones que les representen seguridad y protección ante los peligros inherentes a la vida cotidiana en sus barrios. Ello se apega a una feminidad tradicional en la que se considera que la mujer depende en este (y otros sentidos) de la presencia masculina. Sin embargo, existen otras mujeres que, ante la inquietud de participar también en las interacciones callejeras mediadas por las pandillas, construyen otras formas de ser mujer que tratan de nivelar su participación con los varones. Aunque no lo consiguen por completo12, dejan de ser esa mujer abnegada y obediente ante los varones propia de una feminidad tradicional.
Existen estudios (Lacombe, 2006 y Halberstam, 2008) que han analizado las formas en que mujeres lesbianas construyen “masculinidades femeninas” en sus interacciones de amistad, erotismo y encuentros sexuales propias de la performatividad de sus identidades sexo-afectivas. Sin embargo, en este caso las mujeres que conviven con las pandillas no necesariamente se autoidentifican como lesbianas. Desde su heterosexualidad auto-reconocida, más bien masculinizan sus expresiones a partir de emular las prácticas violentas y sus representaciones simbólicas tal y como lo hacen sus pares varones. Hace un par de décadas, el rito de iniciación en la vida pandilleril consistía, para los varones, en lo que ellos llaman “el brinco”13; mientras que para las mujeres se solía llevar a cabo “el trenecito”14. Hoy en día, la totalidad de las mujeres que quieren ingresar a la pandilla tambien “le brincan” ante otras mujeres que ya conviven con el grupo. De la misma manera, ya dentro del grupo, las mujeres suelen participar en las peleas cotidianas con otros grupos barriales y son reconocidas por sus pares varones cuando lo hacen mediante el empleo de fuertes dosis de violencia física.
Aunque esta otra forma de relacionarse con sus pares varones no encaja ciertamente en una feminidad tradicional, lo que también es verdad es que no necesariamente son posicionamientos que cuestionen y subviertan las relaciones inequitativas entre los géneros. Me parece que, finalmente, así la masculinización de sus expresiones realmente sigue dependiendo y valorando los imperativos masculinos sobre los femeninos, manteniendo con ello relaciones verticales entre los géneros en las que el varón ejerce poder sobre las mujeres.
8 – Expresión musical de la cultura Hip-Hop.
9 – Una derivación contemporánea de la música electrónica.
10 – Deporte de contacto derivado del box en los que están permitidos, además de puñetazos, los codazos, patadas, sometimiento con “llaves” de lucha etc. Este deporte se ha vuelto muy popular en México debido a la difusión de las peleas organizadas por la UFC (Ultimate Fighting Championship) a través de la televisión y la Internet [http:// http://www.ufcespanol.com/].
11 – Es necesario aclarar que el proceso simbólico y ritual del empleo de tatuajes corporales entre jóvenes pandilleros de Guadalajara tiene especificidades de reconocimiento por parte del grupo para su aprobación. En distintas pláticas informales con ellos y ellas, al tocar el tema de los tatuajes enfatizaron que dentro de la pandilla los tatuajes “se ganan” en las batallas cotidianas. A diferencia de otros sectores juveniles en los que el tatuaje como decoración corporal es una decisión personal, entre los pandilleros estas marcas corporales, como ellos dicen, son “medallas de las batallas”. Si alguien quiere hacerse un tatuaje debe contar con la aprobación de su barrio o pandilla, quienes reconocen el cumplimiento del sujeto que se pretende tatuar de sus deberes para con la pandilla (véase Marcial, 2018).
12 – Durante el trabajo de campo, en repetidas ocasiones confirmé que las mujeres no son tomadas como iguales dentro de las pandillas por parte de sus pares varones. No les son otorgados premios y privilegios reservados solo para ellos.
13 – Consiste en el enfrentamiento físico directo (a golpes) entre quien quiere ingresar a la pandilla y tres o cuatro miembros de ésta, durante una cantidad de segundos que corresponde al nombre identitario del grupo. Es decir, si se busca pertenecer a la Florencia 13, este enfrentamiento debe durar 13 segundos. Si es a la pandilla Guerreros 19, serán 19 segundos.
14 – Consiste en tener relaciones sexuales con los líderes más destacados del grupo.