Reseña por Miriam Kriger
La solidaridad como modalidad de existencia: Lo que pueden los jóvenes en las comunas de Medellín.
“Yo creo que la máxima expresión de solidaridad es un proceso de resistencia”, dice Alejandra, una de las jóvenes vinculadas a colectivos artísticos y sociales en las comunas de Medellín, cuya voz sigue resonando al finalizar la lectura de este libro. La frase condensa el logro de un trabajo que va y viene de la reflexión teórica a las prácticas de vida, logrando tejer entre ellas con imaginación sociológica y sensibilidad intelectual la trama que urde los sentidos de la (polisémica) noción de solidaridad. Precisamente, el texto comienza con una observación crítica acerca de la escasa teorización de este concepto en las ciencias humanas y sociales, en relación con otros como igualdad o justicia. La idea señala la necesidad que viene a justificar este proyecto pero también invita al debate, si tenemos en cuenta que la solidaridad está en los fundamentos del pensamiento moderno, desde la teoría de la acción de Durkheim a la sociología comprensiva de Weber y la antropología de Bourdieu1. Aunque también es cierto que ha perdido protagonismo, y sobre todo visibilidad en la deriva del pensamiento contemporáneo. Al mismo tiempo, la supuesta vacancia señalada esgrime el reto intelectual que los autores asumen con rigor compromiso, a través de una investigación en la que construyen nuevas categorías, e incluso ofrecen – en el epílogo – una contribución ensayística original en el horizonte de una filosofía de la sensibilidad moral.
Como señala Richard Rorty – el principal referente filosófico, junto con Axel Honneth, de este trabajo que hace base en el campo de la filosofía pragmática y moral – la solidaridad ha sido más ligada a los sujetos que a las relaciones que las producen (Rorty, 2001). Tanto, que ha llegado a distanciarse en algunos casos del ethos político (Scavino, 1999) en que se funda, como sucede en las formas de “la buena voluntad cultural” (Bourdieu, 1979), “el solidarismo” (Scribano, 2014), “la inflación afectiva” (Dukuen; Kriger, 2016), la producción contemporánea de las prácticas de subjetividad neoliberal (Aleman, 2013), o el “ejercicio negativo de la solidaridad” (Giraldo; Ruiz, 2019, p. 113).
En tal sentido, el libro de Yicel Giraldo y Alexander Ruiz Silva viene a recuperar y resignificar el carácter originariamente fundamental de la solidaridad para la construcción reflexiva de la condición humana y social, en una apuesta por articular entre acciones individuales y prácticas colectivas, entre intenciones y proyectos, entre reconocimiento y cooperación. Y lo hace con el ánimo de una intervención, porque ya desde su título La solidaridad. Otra forma de ser joven en las comunas de Medellín constituye un manifiesto que reivindica una modalidad de existencia contra el sentido común: la de ser-joven-solidarix en un contexto de pobreza marginal y violencia. “Otra forma”, que designa una alternativa capaz de desplazar los significados hegemónicos asociados a “ser joven en las comunas de Medellín, las favelas de Brasil, las villas-miseria de Argentina, las colonias precarias de México, las callampas de Chile, los smulldogs de India o de cualquier suburbio marginal del globo terráqueo” (Giraldo; Ruiz, 2019, p. 12). Es decir: a convivir con la adversidad y portar además el estigma negativo de la criminalidad como si fuera una identidad o un destino2, cuando lo cierto es que la probabilidad de ser víctima de la misma es la más alta entre todos los sectores sociales (Buvinic et al., 2005; Kessler, 2009).
Asimismo, decir: “ser joven en las comunas Medellín” implica postular una noción de juventud no simplemente situada sino consustanciada con el territorio (ser-en), en este caso imbricada en la materialidad de las prácticas sociales de las comunas y los cuerpos jóvenes que las habitan. Esto se distingue de ser-joven-en cualquier otro lugar del mundo, incluidas otras zonas de la propia Medellín, porque supone un aquí y ahora que marca distancia de la juventud como categoría. En primer lugar, etaria – máxime cuando la expectativa de vida es incierta y son tantos los que “mueren potros sin galopar”3– pero también socio-histórica, ya que cada “invención de la juventud” (Kriger, 2016) requiere de un sostén societal y de la presencia de un Estado que instituya y garantice la figura jurídica y política del joven. De modo que ser-joven-en las comunas de Medellín designa una condición permeada por la ausencia y el desamparo, una “transición a la adultez” (SaraviI, 2009) signada por la soledad que – entre el fantasma de la supervivencia y el canibalismo – se asemeja a la del entenado, ese personaje de la novela de Saer (2005) conminado a la conquista de su propia orfandad.
¿Pero qué pasaría si el sufrimiento y el miedo pudieran compartirse para adquirir un sentido en el nosotros? ¿Qué, sino “la aprobación de la vida hasta en la muerte”; como define Bataille (Bataille, 1997, p. 15) al erotismo? Una aprobación que sostiene la promesa de la comunidad, antes o después de las biografías de sus miembros, en la memoria, en el lenguaje, en el arte. De esto trata precisamente la investigación que ocupa el corazón de este texto: no de las victorias definitivas sino de las batallas cotidianas, permanentemente provisorias, y también festivas, de jóvenes, que – danzando como Zarathustra4 – desafían a Tanathos, adversario al que no es posible matar y que se vence sólo vivificando, subvirtiendo la adversidad.
Eso es lo que hacen los treinta y dos jóvenes que en estas páginas reflexionan sobre sus prácticas para mejorar las condiciones de vida de otros y propias, “convidando” – como dicen ellos – a través de la música, el grafitti, la ecología. Y también Yicel Giraldo y Alexander Ruiz Silva, que saben que “hay que compartir una vida para no mentir” (Cactus, 2004, apud Deleuze, 2008, p. 11) y eligen dialogar con la potencia en lugar de juzgar la carencia, optando por el materialismo de la vida en vez de la crítica idealista que señala el déficit (que ella misma produce). Su pregunta no se interesa por qué son, qué deben ser estos jóvenes, sino de qué son capaces: “¿Qué es lo que puede un cuerpo, qué puedes en virtud de tu potencia?” (Deleuze, 2008, p. 50); que se responde en la comunicación con otros, en el reconocimiento que vuelve a cada uno necesario y valioso para la sociedad (Honneth, 1997). Será por ello que el texto no alude a un más allá de la supervivencia sino que se instala en el más acá de la impuras vivencias – híbridas, heterogéneas – que se entreveran en solidaridades “construidas desde abajo, pero geográficamente desde la parte más alta de los cerros, donde en la noche las luces de la ciudad alumbran con mayor intensidad” (Giraldo; Ruiz, 2019, p.14).
En esta senda, se valora que el libro prepara al lector para un encuentro ético y una escucha reflexiva de los protagonistas, brindándole en el primer capítulo herramientas para “la comprensión de la solidaridad” como concepto teórico y como práctica social, a través de un nutrido estado de las investigaciones, necesario y original para el campo de conocimiento sobre el tema, que cubre las últimas tres décadas a nivel internacional, con foco en América Latina5. Se advierte el creciente avance de la centralidad del mercado sobre el Estado, de la acción individual sobre la colectiva, y la amenaza que la conversión de la solidaridad en consumo podría instaura para la comunidad. No obstante, la organización de los ejes en que se presentan los estudios está regida también por una lógica de adquisición y no de pérdida, que comienza por la solidaridad como “ayuda despersonalizada”, para pasar a “la mediación experta” y finalmente llegar a “la búsqueda de justicia”.
El segundo capítulo – La solidaridad como resistencia – nos coloca frente al ejercicio ético-político de los jóvenes a través del arte y la ecología, donde cual la reivindicación de derechos, la atención al dolor de los otros y la búsqueda activa de alternativas a la injusticia, hace posible el enlazamiento de la experiencia de adversidad con ideales de vida buena y justicia social. Con inspiración en Rorty, y en continuidad con la línea de investigación desarrollada por Alexander Ruiz Silva sobre subjetividad política juvenil, narrativas nacionales y relatos morales (Ruiz Silva, 2011; Ruiz Silva; Prada, 2012), el texto destaca la importancia que tiene la imaginación al permitirnos ver al otro como uno de nosotros, reconocernos en sus necesidades y afecciones, y realizarnos en su encuentro (Rorty, 2001). Recordemos que ella también tiene un rol troncal en la concepción de Anderson sobre la nación como “comunidad política imaginada” (Anderson, 1993, p. 23); aunque es interesante notar que mientras que acá la imaginación viene a contener en un idealismo (“la nación”) una totalidad que por definición no puede realizarse en presencia, en el caso de Rorty sucede lo contrario, ya que la inmanencia (de “la sociedad”) refiere al encuentro real y corporal6. Surge así entre ambas nociones, la pregunta por el Estado, al que no sabemos si conviene definir por su ausencia o por la sintomática presencia que ella adquiere en el contexto de estudio, que se hace notar en la gran mayoría de las investigaciones sobre infancias y juventudes realizadas en Colombia en los últimos años7. Un Estado en falta, que se evidencia de modo emblemático en la relación de arraigo orgánico con el territorio, devenido en enclave existencial antes que espacio político, en el marco de una historia local (Dávila, 2016) y nacional8 donde la violencia se une al drama del desplazamiento forzado, particularmente cruel durante el conflicto armado (Ruiz, 2011)9.
2 – En su libro Castigar, Fassin (2017) propone que estamos viviendo un momento histórico punitivo, y analiza el modo desigual en que la violencia y el castigo recaen sobre las poblaciones, mostrando que los jóvenes de clases bajas marginales son también quienes mayores probabilidades tienen de sufrir violencia policial y de ser encarcelados, fenómenos que se vinculan con el aumento de la “intolerancia selectiva” y el aumento de la represión y las penas en las sociedades a nivel global.
3 – Fragmento La Bestia Pop, canción de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, publicada en 1985.
4 – Nietzsche describe a Zarathustra en la metáfora del ditirambo, en que se combinan la música, la danza, la poesía: “Puro es su ojo, y en su boca no se oculta náusea alguna. ¿No viene hacia acá como un bailarín?” (Nietzsche, 2014, p. 128).
5 – Sobresalen no casualmente los trabajos sobre Chile, paradigma del neoliberalismo del bloque andino, cuyo estallido se produjo unos meses después de la publicación de este libro. Cabe destacar la relación entre la abundante producción académica y de estudios de mercado sobre el tema durante las últimas dos décadas en ese país, y la orientación a paliar los efectos negativos de la desigualdad (con preponderancia de una mirada desde el mercado) más que a revertir o modificar las condiciones políticas y socio-económicas que los producen (con baja presencia de una mirada desde el Estado).
6 – Es relevante notar la impronta ilustrada francesa de la noción de sociedad en Rorty, que con su propuesta de ironismo liberal se ubica en la tradición europeo de Habermas. Esta viene a rescatar el ideario ilustrado de la modernidad – diferenciándolo del romanticismo-germano que da lugar al nacionalismo (Carretero; Kriger, 2004) – frente a la postura apocalíptica de la Escuela de Frankfurt tras el nazismo y la Segunda Guerra (ampliar en Carretero, 2007).
7 – Existe amplia bibliografía académica e investigativa al respecto, incluso en este mismo libro, en relación con el conflicto armado o la guerra. Sin embargo, quisiera hacer mención a una producción del ámbito artístico, el film: Monos, de Alejandro Landes (2019), que puede pensarse como la contracara de la comunalidad presentada en este libro. Se trata de un relato fascinante y muy singular sobre la guerra en Colombia, donde los protagonistas son una manada de adolescentes convertidos en cuadrilla en la selva, que tienen la misión de cuidar a una rehén extranjera y a una vaca, formando “un microcosmos social con sus propios ritos, juegos, jerarquías y lealtades. Juntos tienen que aprender a gestionar la violencia, el dolor propio e incluso el que ocasionan” (Paéz Lopez, 2010 en:
8 – Véase ESCOBAR DIAZ, 2018, para una revisión sobre el Estado y desarrollo en Colombia, con énfasis en las políticas de territorialidad.
9 – Desplazamiento estimado en cuatro millones de personas dentro del territorio nacional.