Natalia Sepúlveda Kattan
Universidad Alberto Hurtado, Facultad de Ciencias Sociales, Santiago, Chile
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-4835-8936
DOI: https://doi.org/10.54948/desidades.v0i31.46073
Presentación
El trabajo infantil es un aspecto controversial en las sociedades modernas, aunque esa polémica no sea del todo visible. Por un lado, su erradicación forma parte de la política internacional de desarrollo y está representada expresamente por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), en una aproximación abolicionista. El argumento central de esta posición se plantea en dos dimensiones: una económica (el trabajo infantil es un obstáculo para la superación de la pobreza de los individuos y por ende para el desarrollo de las naciones) y otra relativa a los derechos (el trabajo infantil es un obstáculo para el ejercicio integral de los derechos del niño y la niña). Esta posición es respaldada por otras organizaciones que definen las políticas internacionales como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial de Comercio (OMC), por otro lado el Comité de los Derechos del Niño, órgano que vela por la aplicación de los derechos consagrados en la Convención de los Derechos del Niño (CDN), entre otras (LIEBEL, 2019). Y es que la conjunción de organismos internacionales responde al hecho de que la erradicación del trabajo infantil es, hoy en día, un elemento constitutivo de la política internacional de desarrollo, y no una posición aislada (VAN DAALEN, 2020).
Por otro lado, la erradicación es resistida por los movimientos de niños, niñas y adolescentes trabajadores que están presentes en América Latina, Asia y África bajo el enfoque cultural de la valoración crítica, una aproximación reivindicativa de la niñez trabajadora. Para este enfoque, el trabajo es un ámbito histórico del desempeño infantil y una forma de vinculación con la sociedad, responde a una necesidad material producto de la pobreza, es un derecho (reconocido en la CDN), y los perjuicios que sufren los niños y niñas al trabajar pueden y deben ser corregidos por medio del reconocimiento, la regulación y la protección del trabajo. Las organizaciones de niños y niñas trabajadores han elaborado un discurso público acerca del derecho de los niños a trabajar y acerca de la dignidad de la niñez trabajadora, comprendiendo que una buena proporción de las infancias contemporáneas, especialmente las del Sur Global, se desenvuelven en contextos económicos y culturales en que el trabajo puede tener un lugar significativo y esencialmente necesario.
Sin embargo, las organizaciones de niños y niñas trabajadores no han sido consideradas en los debates oficiales en que se discuten las políticas relativas a esta materia (LIEBEL; INVERNIZZI, 2018; VAN DAALEN; MABILLARD, 2018), por lo tanto, sus contribuciones son menos visibles para la comprensión del fenómeno y para la construcción de nociones relativas a la relación entre infancia y trabajo. Al mismo tiempo, esta exclusión del punto de vista de los niños, niñas y adolescentes trabajadores en los debates oficiales representa un conflicto en la interpretación de sus derechos políticos, lo que también es materia de reivindicación. Lo anterior hace que ambos discursos tengan una instalación desigual en la esfera pública, que invisibiliza el conflicto. El discurso abolicionista no sólo es más difundido y reconocido, sino que además está jurídicamente formulado a través de convenios internacionales que obligan a los Estados que se han comprometido con ellos a adoptar la política de la erradicación, y por tanto tienen una instalación cultural más extendida: los niños y niñas no deben trabajar.
En este artículo revisaremos 1) la noción de trabajo infantil y su implicación en el desarrollo de la política abolicionista, 2) la perspectiva de los movimientos de niños, niñas y adolescentes trabajadores bajo el enfoque de la valoración crítica del trabajo y la reivindicación del trabajo digno, y 3) una síntesis en cuatro argumentos con que la posición reivindicativa responde a la concepción del trabajo infantil: la relación explotación/trabajo, la relación trabajo/delito; la relación trabajo/escuela; la interpretación del derecho al trabajo y la participación. La discusión se basa en la literatura disponible referida a posiciones críticas frente a la política de erradicación del trabajo infantil, provenientes tanto del análisis académico que problematiza la noción levantada por los organismos internacionales, como de publicaciones asociadas a los propios movimientos de niños, niñas y adolescentes trabajadores – en particular de América Latina – que dan cuenta de su discurso público frente al abolicionismo. Esta revisión permite visualizar y ordenar los argumentos relativos a la pertinencia de abolir o proteger el trabajo que los niños y niñas realizan.
La noción de trabajo infantil y la política abolicionista
Para explorar la tensión entre abolicionismo y reivindicación, tenemos necesariamente que sopesar el calibre conceptual de la noción “trabajo infantil”. Al hablar de trabajo infantil nos referimos a una particular perspectiva de la relación entre infancia y trabajo, puesto que es la noción acuñada por la política internacional del desarrollo que define el trabajo de los niños como una patología social, una desviación y un indicador de retraso o subdesarrollo. O, lo que es lo mismo, como un indicador de progreso con el cual evaluar a las sociedades (LIEBEL, 2019; MILANICH, 2012).
Diversos autores (CORDERO, 2015; CUSSIÁNOVICH, 2002; FRANZONI; SILVA, 2020; ROJAS, 2001) han establecido que “trabajo infantil” es una noción problemática, errática y poco rigurosa, vaga o imprecisa, que no permite la observación de un fenómeno complejo pues se reduce a una definición operativa y regulatoria mediante dispositivos de política pública. En concreto, dos son los instrumentos internacionales que regulan la materia, adoptados por la OIT: el Convenio 138, del año 1973, que define una edad mínima para trabajar: los 15 años, pudiendo hacerse excepciones en casos especiales y fijarse en los 14 años (y en 13 o 12 para actividades ligeras); y el Convenio 182, adoptado el año 1999, que define las denominadas “peores formas de trabajo infantil”, esto es, esclavitud y formas asociadas como la trata y venta de niños; prostitución y producción de pornografía; reclutamiento para conflictos armados; reclutamiento para actividades ilícitas como la producción y el tráfico de drogas; y en general todo trabajo que pueda dañar la salud, la seguridad o la moralidad de los niños y niñas.
Así, se denomina “trabajo infantil” a aquellas actividades económicas realizadas por niños, niñas y adolescentes que contravienen los Convenios 138 y 182, vale decir, cualquiera que realicen niños o niñas menores de 12 años, cualquiera que no sea ligera entre los 12 y los 14 años, y cualquiera definida como peores formas de trabajo infantil que involucre a sujetos menores de 18 años1. Por lo tanto, no cualquier actividad económica o productiva es “trabajo infantil” ni materia de erradicación, siendo la edad la variable fundamental, así como el tipo de trabajo y sus impactos reales o potenciales. Pongamos un ejemplo completamente hipotético, pero que refleja una típica actividad de niñas y niños trabajadores en zonas urbanas de diversos países de América Latina: una niña de 9 años que vende caramelos en la calle está “en situación de trabajo infantil” por razón de edad. Si su hermana de 13 realiza esta misma actividad, no es trabajo infantil definido por edad, pero dependerá de si la cantidad de horas que dedica le impide asistir a la escuela. Si la actividad la realiza sólo en horarios fuera de la escuela, podría no ser trabajo infantil, aunque dependerá también del análisis de otras variables.
Para la OIT y la UNICEF, el trabajo infantil (child labour) es aquel que “priva a los niños de su niñez”, su potencial y su dignidad debido a que es física, mental, social o moralmente perjudicial para su desarrollo, o porque interfiere con su escolarización, ya sea privándole de la posibilidad de asistir a clases, obligándole a abandonar la escuela de forma prematura, o exigiéndole combinar el estudio con un trabajo pesado y que insume mucho tiempo2.
A menudo el trabajo infantil se asocia al concepto de explotación infantil, llegando a usarse de manera indistinta en el discurso abolicionista, sin contar en todo caso con una definición explícita de qué se está entendiendo por explotación. En general, se remite al concepto de explotación para identificar actividades violentas, abusivas o dañinas. Aquellas actividades económicas que se desempeñan en el marco familiar y comunitario (child work) – considerados entornos seguros y asociados al aprendizaje y socialización para la vida adulta –, sin remuneración (BOURDILLON, 2006) o con una remuneración baja o “de bolsillo” (LIEBEL, 2017), no constituirían explotación y por lo tanto son toleradas. En todo caso, bajo esta definición operativa, siempre es trabajo infantil cuando se trata de cualquier actividad económica realizada por niños cuya edad esté por debajo de los 12 años.
El proceso histórico de la prohibición del trabajo infantil es vasto y complejo, y pocas son las investigaciones que dan cuenta de este fenómeno. Surge en Europa en el siglo XIX y se institucionaliza a nivel mundial con el surgimiento de la OIT en 1919. Van Daalen y Hanson (2019) identifican dos ejes alrededor de los cuales se ha movido desde entonces la política abolicionista, enfrentando diversas tensiones internas. Por un lado, el eje de la necesaria regulación y humanización del trabajo infantil como vía esencial para el control del fenómeno y la protección de los niños que trabajan y, por otro, el eje de la erradicación efectiva del trabajo infantil a largo plazo, como cláusula general y núcleo de la política internacional de desarrollo. Enfrentando el dilema de la abolición versus la regulación, así como un enfoque de principios frente a un enfoque pragmático, el desarrollo de esta política transcurre durante el siglo XX hasta instalarse en la actualidad un enfoque abolicionista de principios y de corte liberal. Esto ha implicado que la OIT declina su eje regulatorio, en función del cual el trabajo infantil se asumía como consecuencia de las condiciones estructurales del desarrollo. Posterior a la caída de los llamados “socialismos reales”, en cambio, adquiere una connotación meramente ética, global y de algún modo separada de dichas condiciones estructurales (aunque siempre reconociendo la pobreza como su causa), de manera que el trabajo infantil se privatiza como problema aludiendo tanto a la responsabilidad parental (como un asunto moral y de disfunción familiar) como a las agendas de las ONG nacionales e internacionales de derecho privado, componentes de una sociedad civil mundial que toma la causa en sus manos bajo un marcado enfoque humanitarista (NIEUWENHUYS, 2007). La instalación de esta perspectiva, nos recuerda Bustelo (2007), concuerda con el periodo posterior a la declaración de los derechos de los niños, momento histórico en que, paradojalmente, el modelo del Estado de bienestar es desmantelado con la neoliberalización de las economías en los países pobres, debilitando su rol garante de derechos.
Así, con la adopción del Convenio 182 en 1999 sobre las peores formas de trabajo infantil, se redirige la mirada hacia aquellas actividades peligrosas, ilegales, delictuales o que contravienen los derechos del niño impidiendo su óptimo desarrollo, de manera que el trabajo infantil se reconceptualiza como perjudicial per se, naturalmente nocivo para los niños, niñas y adolescentes. Atrás quedan las improntas proteccionistas y regulatorias, y la disposición a comprender de manera situada la compleja participación de niñas y niños en los procesos económicos y productivos en sus entornos.
Según la propia OIT, 160 millones de niños trabajan en el mundo, y 8,2 millones en América Latina (OIT; UNICEF 2021). Diversos estudios determinan que los principales ámbitos de participación son el sector agrícola y el ámbito familiar, sin remuneración o con baja remuneración en la economía doméstica, sea en el trabajo reproductivo o de subsistencia, o en la producción de materias primas y manufacturas. También ocupan un lugar en el comercio informal callejero en las zonas urbanas y, en menor medida, en empresas no familiares (CHAKRABARTY, 2007; NIEUWENHUYS, 2005; OIT, 2020).
Esta ubicación del trabajo de los niños preferentemente fuera del trabajo asalariado se asocia a esa dimensión del trabajo no remunerado, familiar o comunitario, entendido como aprendizaje y socialización. Para Nieuwenhuys (2005) el no reconocimiento de estas actividades como trabajo responde a la dificultad de pensar el trabajo más allá del tipo de trabajo fabril y apatronado propio de la producción industrial (entorno donde nace la política erradicadora), e implica desconocer la contribución económica de niños y niñas en el circuito de explotación capitalista a nivel mundial, cuando tienen un rol económico activo en sus entornos. Una perspectiva más culturalista dirá, como lo hace Bourdillon (2006), que esta negación responde al esquema de categorización propiamente occidental que concibe dicotómicamente la infancia y la adultez, separando a la niñez del ámbito productivo y asociándola con el juego y la preparación como capital humano (LIEBEL, 2016, 2019).
2 – OIT – IPEC: https://www.ilo.org/ipec/facts/lang–es/index.htm