1. Los contextos y los textos: claves interpretativas-comprensivas
La Mara Salvatrucha es la historia del fracaso de unos países
que no supieron qué hacer con unos muchachos que no sabían
qué hacer con sus vidas.
Es la historia de unas políticas públicas desorbitadas…
(Óscar Martínez, 2017, p. 11).
Comenzaré por resituar algunos aspectos que considero más relevantes a señalar, con respecto a los actuales contextos, a fin de releerlos como textos interpretativos de las precarizaciones, las violencias y la migración trasnacional, especialmente lo que atañe a las infanto-juventudes durante los años 1980 y 1990, del siglo pasado – S.XX y, los principios de las décadas del S.XXI (2000 – 2010, en adelante), en lo que se conoce como el TNC.
Podríamos afirmar que en tal Región y en la época señalada, existía y permanece, un clima de represión y de vivencias de muerte de una manera desbordante, cruel y dolorosa. Por ejemplo, en el caso de El Salvador, la guerra entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el Ejército Salvadoreño – apoyado por los militares de Estados Unidos de América, entrenados en la Escuela de las Américas – fue sencillamente brutal, arrojando una cifra de más de 70.000 muertos. En lo que atañe a Honduras, se desataron una serie de asesinatos muy definidos, contra los comunistas, izquierdistas, líderes sociales, activistas y de manera significativa contra los jóvenes estudiantes. En lo que se refiere a Guatemala, el exterminio de las poblaciones indígenas fue abierto y descarado, creando problemas muy serios de desplazamientos forzados en toda la zona, principalmente, hasta la frontera con México.
Dada esta situación, los actores y los sujetos sociales más vulnerables fueron los niños, los adolescentes y los jóvenes. Por ejemplo, en El Salvador, el Ejército y la Guerrilla empezaron a reclutarlos de una manera desmedida, lo cual implicaba una situación de muerte casi segura (Martínez, 2017). En la película del cineasta mexicano, Luis Mandoki, Voces Inocentes (2004)7, se da cuenta de tal drama.
Por tales motivos, una de las estrategias familiares para de alguna manera salvaguardar de las violencias y de la muerte asociada a esta generación de niños, de adolescentes y de jóvenes, fue ingresarlos e incorporarlos a los flujos y a los procesos de las migraciones trasnacionales forzadas y enviarlos, principalmente, a los Estados Unidos de América, vía México con la característica de que la mayoría de ellos y de ellas no contaban con los papeles reglamentarios, es decir, se iban de “mojados”, o de “ilegales” y además, sin el resguardo de algún adulto o familiar. Situación que en las caravanas centroamericanas y en lo exódos más recientes de humanos en el año del 2018 y 2019, hacia los Estados Unidos de Norte América, pasando por México, también venían miles de niños y de niñas sin custodia.
Una vez que estos niños, adolescentes y jóvenes, fueron enviados a los Estados Unidos de Norte América – la patria de llegada – particularmente al este de Los Ángeles, en California, se dieron cuenta que una manera de sobrevivir social y culturalmente frente a los agrupamientos juveniles que ya estaban ahí, como los asiáticos – japoneses, chinos, coreanos y filipinos, principalmente; los italianos – en su configuración de mafia –; las minorías afro descendientes – estructurados como pandillas; y los Mexicanos – chicanos, “cholos”; los de la Mexican Mafia – la MM – que operaban desde las cárceles, fue hacerse pandilla del Barrio 18 B-18, que se conformó mayoritariamente por “cholos” mexicanos, salvadoreños, guatemaltecos, hondureños, o configurarse como Mara Salvatrucha (MS-13) – “Salva” de El Salvador y “trucho”, ponerse listo, avispado: un Salvadoreño listo, abusado, es decir, se pone en juego la identidad nacional como salvadoreños: “100% salvadoreño”, “los verdaderos salvadoreños”.
En la Región del Triángulo del Norte Centroamericano (TNC), la palabra o el término “mara” significa: grupo, “palomilla”, “cuates”; lo cual alude a una configuración grupal o de colectividades, por ejemplo, una mara deportiva, una mara estudiantil, una mara de amigos, una mara laboral, una mara de viejitos, una mara de jóvenes y ahora, una mara “pandilleril” – la MS-13 – denominaciones que tienen que ver con un lenguaje de “salvadoreñismos” (Romero, 2003; Martínez, 2017).
Aquí lo interesante es que tanto la MS-13 y la pandilla del B-18, se conformaron en USA – la patria de llegada – y, no como a veces se suele creer, en el TNC – las patrias de origen: El Salvador, Honduras o Guatemala; incorporando rasgos socio-culturales e identificatorios muy parecidos y similares al de los “Cholos Mexicanos” (Valenzuela, 1988, 2002, 2003; Valenzuela; Nateras; Reguillo, 2013; Martínez, 2017), en tanto minorías, ante la discriminación y el maltrato que estaban sufriendo en su condición de migrantes trasnacionales.
Otro marcaje muy importante e infaltable en relación a considerar a los contextos como claves hermenéuticas fue que, durante el año de 1992, en la Ciudad de México, a instancias de nuestro país y del gobierno francés, se firmaron los famosos Acuerdos de Paz, para la región del TNC, conocidos como los tratados del Castillo de Chapultepec. Con estos acuerdos se da formalmente por concluida la guerra en la zona, sin embargo, las violencias sociales y de muerte no disminuyeron, al contrario, aumentaron de una manera inesperada y sorprendente debido entre otras cuestiones, a que no se desmantelaron las instancias y las estructuras particularmente de las violencias de muerte, en palabras de Tilly (2003): a “los profesionales de las violencias”. Y ahora, en tiempos de la pandemia por el COVID-19, es revelador que las violencias siguen aumentando aunque haya restricciones – dependiendo del país del que se trate – para movilizarse.
Podríamos considerar dentro de “los profesionales de las violencias” a los militares, a los paramilitares, a los mercenarios, a los sicarios, a los grupos de limpieza social, al crimen organizado, a las fuerzas especiales, a agentes de la Central de Inteligencia Norteamericana – la CIA8 –, que incluso abonaron a la configuración de lo que he nombrado como el “mercado y el festival de las violencias de muerte” (Nateras, 2015a).
A partir de la firma de los Tratados de Paz del Castillo de Chapultepec – México (1992) en adelante, el gobierno de los Estados Unidos de Norte América instrumenta y lleva a cabo una deportación masiva – particularmente – de integrantes de la MS-13 y de la pandilla del B-18, a sus respectivos países de origen, es decir, a El Salvador, Honduras y Guatemala. Situación que provocó un desorden, caos social y una creciente alarma, ya que provocó la descolocación y la desconfiguración del espacio público en sus principales ciudades, así como una brutal y descarnada batalla por la disputa de su control.
En estas circunstancias y sucesos, poco a poco fue emergiendo un nuevo sujeto y actor social en el espacio público denominado de una manera despectiva y prejuiciosa por los medios masivos de comunicación electrónicos – radio y televisión, con todo y sus analistas – y, de los escritos – la prensa – señalados como los “migrantes”, “los deportados”, los “mareros”, a los cuales se les demonizó y se les depositaron todos los aspectos negativos de la sociedad salvadoreña en el sentido de ser señalados como los responsables mayores de las violencias de muerte y de la situación de crisis social-cultural por la que atravesaba en ese momento el país (Martel, 2007; Cano, 2009).
Este novedoso sujeto y actor social se encargó de construir su propia imagen, es decir, su puesta dramatizada en el espacio público de la calle, con una fuerte carga de teatralidad y de performatividad – lo cual aprovecharon los medios masivos de información y de comunicación para denostarlos – desplegando y poniendo en escena una estética muy llamativa y espectacular: cabezas rapadas; vestimenta acholada; tatuados; camisas de lana a cuadros; camisetas blancas; tirando barrio – gestualidad con las manos-señas; y una manera específica de hablar – el caló – y de caminar – balanceándose o como flotando.
Toda esta estética corporal desplegada tenía la finalidad consciente de construir la mirada del otro, es decir, para llamar la atención, causar miedo y, ante todo, ganar respeto ante los demás, lo cual implicaba en su imaginario colectivo, adquirir y tener ¡por fin! un lugar y prestigio social; ya que la sociedad en abstracto se los había negado y, en concreto, las instituciones del Estado, principalmente la familia y la escuela.
Curiosamente, casi veinte años después, en este 2020, se sigue señalando – como lo vamos a ver más adelante – a las maras y al B-18, como los principales responsables del alto nivel de violencia en Centroamérica y particularmente en El Salvador, donde se les acusa de que desde las cárceles, los principales “palabreros”, quienes son los de mayor jerarquía y toman las decisiones, están dando órdenes a las “clicas” para que desaten las violencias en las calles, los barrios y las comunidades.
1.1 ¿Juvenicidio?9, las caras del genocidio.
En perspectiva sociológica, más importante que el acto de violencia en sí
es la asignación social de sentido … la violencia …
sólo se vuelven reales cuando la sociedad las percibe, las denomina,
las clasifica y las reconoce (como reales)
(Francisca Cano, 2009, p. 132)
A partir del año del 2000-2003, comenzó a implementarse – al inicio en El Salvador, en Honduras y en Guatemala, respectivamente – una política de mano dura. En el caso salvadoreño abiertamente fue una estrategia electoral de la ultraderecha, configurada en el partido de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Desde esas políticas y estrategias se criminalizó – a través del poder presidencial y de la mayoría de los medios masivos de información y de comunicación – la adscripción identitaria infanto-juvenil de la MS-13, la Mara Mao, la Mara Máquina y también, a la pandilla del B-18; lo cual implicó detenciones arbitrarias – sin orden de aprehensión y con violencia; cateos a barrios y a casas habitación – sin orden judicial; las razias – con abierto y descarado salvajismo – y la violación impune a los Derechos Humanos contra los integrantes de esos agrupamientos – “identidades deterioradas y desacreditadas” (Goffman, 1993).
Aunado a lo anterior, se empezaron a llevar a cabo ejecuciones extrajudiciales; desapariciones forzadas – casi siempre por paramilitares, escuadrones de la muerte y de limpieza social, contratados por algunos empresarios, comerciantes, transportistas, e incluso, por miembros de la comunidad y del barrio donde vivían estos jóvenes. Las escenas y las estéticas de las violencias de muerte francamente eran dantescas: los cuerpos se encontraban por lo regular en basureros, barrancas y baldíos, con el tiro de gracia; decapitados; desmembrados; con las manos atadas hacia atrás; desnudos; con los genitales exhibidos y con recados escritos que más o menos decían así: “escoria de la sociedad”, “esto les va a pasar”, “los vamos a matar a todos”, “ya ven lo que les pasa”.
En una lógica de las estéticas de lo siniestro (Freud, 1978) – que alude al horror, a lo espeluznante, a lo repulsivo, a lo desagradable, a lo angustiante, a lo “demoníaco” – se han subido en las redes socio-digitales – Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TICS) – imágenes y fotografías de aniquilamientos y asesinatos calificándolos como “ratas”, “terroristas”, “parásitos” y, por consiguiente, alimentan lo que he nombrado como el “mercado y el festival de la muerte” (Nateras, 2015a).
La acción de grupos de “limpieza social” – como la temible y siniestra Sombra Negra – junto con todos aquellos “profesionales de las violencias” (Tilly, 2003), derivó en un abierto exterminio – ¿“juvenicidio”? ¿genocidio? – que también empezó a cobrar vidas de una forma escandalosa en el espacio del encierro, es decir, en las cárceles – los nuevos campos de concentración. Masacres como las de la Granja Penal El Porvenir10, en la Ciudad de la Ceiba, en Honduras, realizada en 2003, fueron de las más escandalosas y dolorosas: se masacraron y quemaron vivos a más de 60 integrantes de pandillas –palabreros importantes – por parte de presos comunes denominados “los paisas”, en abierto contubernio con las autoridades carcelarias, comprobándose después que fue un acto totalmente deliberado y premeditado, con alevosía y ventaja.
De acuerdo con un reporte de Amnistía Internacional (2003), se calcula que de la década de los años 1980 – siglo XX a la fecha – han asesinado a más de 30.000 integrantes de alguno de estos agrupamientos, lo cual implica que los Estados-nacionales del TNC niegan al sujeto político-social que subyace y representan estos agrupamientos identitarios infanto-juveniles. Podríamos preguntar entonces: ¿Estamos ante un genocidio? ¿Qué clase de supuestos Estados “democráticos” permiten esto? ¿Estados “democráticos” en crisis para garantizar los derechos y la seguridad humana?
En 2009, cuando Mario Funes fue presidente de El Salvador, siendo él un periodista y supuesto demócrata – que compitió por el FMLN aunque él no fue guerrillero – algunos “palabreros” más importantes de la MS-13 y de la pandilla del B-18, desde una visión política y social muy clara – que una parte de los intelectuales y de la academia se los han negado permanentemente, proponen a Mario Funes una mesa de negociación para detener las violencias.
Está claro que este tipo de agrupamientos identitarios infanto-juveniles sí tiene capacidad de agencia, habilidad para intentar y plantear una mesa de negociación política para alcanzar beneficios a partir de su reconocimiento como sujetos de derechos, sin embargo, el uso político de la supuesta “democracia” los confinaba, ya sea a la cooptación, al control social y en su vertiente más extrema, al exterminio.
Para ello hacen acuerdos entre sí y se comprometen a no ejercer violencia en contra del barrio y de la comunidad, como un acto de confianza y de buena voluntad para las negociaciones. Funes, en varias ocasiones, no contestó y después de estar muy presionado por la sociedad civil, tuvo que aceptar. Sin embargo, los años del 2009 y del 2010 son muy significativos como punto de inflexión en la reestructuración de las pandillas del B-18 y de la MS-13, ya que, por una parte, al estar una gran parte de ellos en las cárceles, se cohesionan fuertemente hacia dentro, por lo que se vuelven más rígidos y crueles, en tanto que las jerarquías se hacen francamente verticales, lo que conlleva a que se desate la violencia hacia el interior de las pandillas, como una especie de purga y de limpieza.
Dado estas situaciones del aumento de las violencias por parte de las “pandillas” en las calles y en las comunidades, en 2009 se proclama una Ley “Antimaras”, la cual señala e indica 6 años de cárcel solo por pertenecer al agrupamiento de la MS-13 y a la pandilla del B-18, sin mediar delito alguno; 10 años de prisión por ser “palabrero”, es decir, de nuevo se criminaliza a estas adscripciones identitarias infanto-juveniles.
8 – Ver los diarios nacionales e internacionales, en particular el ilustrativo artículo de José Pertierra, Descansen en paz los inocentes. Periódico La Jornada, México, del martes 29 de mayo, 2018, p. 14. Sección, Política.
9 – Este concepto ha sido acuñado por el sociólogo mexicano, José Manuel Valenzuela Arce. Término en construcción que trata de denominar una situación concreta: “la muerte artera” contra una parte de la condición juvenil contemporánea, especialmente en México y en América Latina. Alude también a las condiciones de precarización social, laboral, educativa, de recreación, de salud, de vivienda – la muerte social en vida – en la que se encuentran gran parte de las juventudes hoy. El lector puede consultar: Valenzuela, 2012, 2015 y Nateras, 2015b, 2016.
10 – Al respecto, hay un trabajo fílmico/documental del realizador hondureño, Oscar Estrada (2003), demasiado cruento y estremecedor, denominado precisamente El Porvenir, que relata y reconstruye dicha masacre con lujo de detalle.