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Niñez bajo asedio: procesos de caducidad social en El Salvador

Mientras es más sencillo establecer la utilidad de una cosa, más complicado resulta precisar para qué sirve un ser humano. Para qué sirven los hombres o las mujeres, para qué los niños. ¿Para qué sirven los niños? Alba Rico (2007) sostiene que un niño responde ante tal interrogante aduciendo que sirven para ser cuidados. Servirían para existir y con ello constatar que existen cuerpos concretos que deben ser protegidos; cuerpos en proceso que requieren tiempo para desarrollarse; cuerpos frágiles que recuerdan cómo se siente –en cuerpo propio– la alegría o la desgracia ajena; cuerpos que aprenden y que enseñan a prestar atención a la magia de lo simple y lo cotidiano; cuerpos que resguardan y reclaman la memoria al mantener vivo el milenario amor del cuidado doméstico. Los niños servirían, en suma, para anticipar la eventual e inevitable ausencia del adulto, el cual debe interesarse por transformar a través de la política el mundo hostil que quedará acechando a los niños y las niñas (y a sus cuerpos).

Podríamos decir entonces que, como contrapartida, si un niño o una niña sufre negligencia y abandono; si su cuerpo es maltratado o se le arrebata la vida; si su existencia se ve sometida a demandas impropias para su edad y sus capacidades; si su sufrimiento o su alegría suscitan indiferencia en los adultos; si no contagian su asombro ante la mar o la poderosa hormiga que carga una hoja; si dejan de ser acunados de noche y alimentados de día; y, por último, si no movilizan a los adultos –mientras éstos pueden, mientras viven– a la construcción de unas reglas y un entramado institucional que los resguarden de los peligros de la naturaleza como de otros adultos y de otros niños peligrosos, entonces cabe decir que los niños pierden su funcionalidad. En una palabra, la vida de un niño o su “esencia” –su niñez–, caducan.

Mucho de estas condiciones inversas y perversas de agotamiento de la eficacia existencial de la niñez son identificables actualmente en El Salvador. Para Dada (2013), debido a la magnitud de la violencia que acontece en el país, El Salvador figurativamente emularía la angustiosa pintura del español Francisco de Goya y Lucientes, “Saturno devorando a un hijo”: el país más pequeño de Centroamérica constituiría de esta manera un monstruo –hambriento, insaciable, infanticida y demente– que engulle sin cesar a sus hijos e hijas. No es una metáfora grandilocuente en un país donde el 53.6% de su población no rebasa los 30 años de edad (Dirección General de Estadística y Censos, DIGESTYC, 2017) pero exhibe una tasa de homicidio de vértigo de 327.2 asesinatos por cada 100 mil habitantes para hombres con edades entre los 15 y los 29 años (Fundación Guillermo Manuel Ungo, FUNDAUNGO, 2016). La brutalidad y la desproporción epidémica que alcanza la violencia y la criminalidad llevan a que hoy el país sea considerado como el más peligroso del planeta careciendo de una guerra formal declarada (Mc Evoy; Hideg, 2017). Sin embargo, constituiría una visión apresurada considerar que la violencia es el único peligro que enfrenta la niñez salvadoreña.

Save the Children (2017), en su más reciente informe sobre las condiciones de vida de la niñez en el mundo, sitúa a El Salvador  en la categoría de “muchos niños y niñas se están perdiendo su niñez”. De esta manera el país se ve asignado a la penúltima categoría de la clasificación hecha por la organización internacional y se posiciona en el lugar 126 de 172 países analizados. Esta deplorable ubicación se explica en buena medida, como refrenda vergonzosa de los altos niveles de violencia, porque la tasa de homicidio infantil se clasifica como “muy alta” (22.4/100,000 habitantes entre 0 y 19 años) y sitúa al país en el tercer lugar en muertes violentas infantiles a nivel mundial. Empero, otros indicadores, algunos de “bajo” nivel (e.g., mortalidad infantil) pero sobre todo los de nivel “moderado” como la proporción de matrimonios infantiles (21% de niñas y adolescentes entre 15 y 19 años) y la tasa de maternidad infantil (64.9/1000 partos adolescentes), igualmente intensifican la mencionada pérdida de niñez que acontece en El Salvador. Significa que la violencia que sufre la niñez no es autónoma. Para alcanzar niveles tan desbordantes requiere el acoplamiento con otros fenómenos y procesos que la instiguen y que igualmente menoscaban el bienestar de la niñez. Así ocurre, por ejemplo, cuando el matrimonio y la maternidad infantil coexisten con condiciones de maltrato y de abuso sexual de las niñas. Esto, a su vez, suele clausurar las posibilidades de ascenso social de las niñas y las jóvenes para confinarlas a condiciones precarias de vida desencadenantes de más violencia y de vulneración de derechos (Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) et al., 2016).

Bajo el presupuesto que la violencia cotidiana en El Salvador tiende a acaparar el análisis académico debido a su desproporción, este escrito tiene por objetivo problematizar y trascender el análisis de la relación entre niñez y violencia en El Salvador. Interesa proponer la existencia de procesos simultáneos de pérdida de niñez, entendiendo esta última categoría como una noción dual referida tanto a un período particular del ciclo vital, como a las niñas y niños concretos en tanto que cuerpos vulnerables. La masividad de dichos procesos, aglutinados bajo la categoría de caducidad social, permitirá reafirmar que, en contextos donde los niños, las niñas y los jóvenes se ven constantemente amenazados con “caducar” debido a la precariedad de sus existencias o la persistente amenaza de la muerte violenta, la excepcionalidad no equivale a excepción y la anomalía debe constituirse en fuente de producción de conocimiento.

Carlos Iván Orellana

psi.ciorellana@gmail.com / ivan.orellana@udb.edu.sv
Doctor en Ciencias Sociales, FLACSO-Programa Centroamericano. Formación académica y profesional en Psicología Social y Política, Universidad Centroamericana (UCA), El Salvador. Investigador de la Universidad Don Bosco, El Salvador.