Editorial

Parece osado afirmar que sin las contribuciones de las ciencias humanas y sociales la contractualidad que garantiza nuestra convivencia social no será suficiente para hacer frente a la ganancia tanatofílica de la sociedad actual que, no solamente volvió insostenible la vida en el planeta, sino que promovió la más abismal desigualdad social y económica entre grupo sociales de la historia humana. Por lo tanto, es necesario, cada vez más, reiterar que solamente mediante la permanente reflexión que estas áreas promueven – acerca de lo que somos, hacia donde vamos, y cómo comprender nuestros impases al hacer vínculos y sociedad – podemos establecer los pactos que nos han permitido vivir, amar a los otros, trabajar y, sobre todo, valorar la vida. Esto se refleja, por ejemplo, en el campo de las discusiones sobre la familia y la juventud. La mentalidad economicista de nuestro tiempo diseminó concepciones de la infancia como un “costo” para la sociedad de los adultos que pueden, como máximo, considerarla como una “inversión”. Al final, los niños y sus demandas representan un “gasto” que, en esta línea, es siempre asumido como una benevolencia de la sociedad adulta. Pues bien: los científicos humanos y sociales cuyo interés es la infancia y la juventud, por ejemplo, apuestan que no es posible humanizarse sin la presencia real y fantasmática de la infancia. Y ésta es siempre un campo tanto de interrogación como de desciframiento. ¿Será porque tal presencia evoca una ontología del “entre” – de los vivos y de los muertos, simultáneamente – como nos enseñan las cosmologías indígenas (TASSINARI, 2007), o por otra, una ontología que se sitúa entre la nada y la vida, al ser anunciada justamente desde el inicio, el nascimiento, como indaga Lyotard (1991) inspirándose en Hannah Arendt? Interrogar y buscar descifrar la infancia propone articular esta misma condición paradojal a la adultez. Así, vale cuestionar, ¿somos lo que decimos ser, como adultos? ¿Somos lo que queremos ser? Lea más.

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