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Chicas de la colonia: aprender y trabajar en la infancia rural

Las chicas en la escuela

Para las chicas de la colonia, poder sostener la escuela constituye una posibilidad de futuro distinto al de sus madres, quienes en general dependieron del matrimonio para poder garantizarse un medio de vida. En las últimas décadas, la asistencia a escuela secundaria en Argentina creció a partir de la Ley Nacional de Educación (2006), que estableció la obligatoriedad de ese nivel en todo el país. A tal fin se diseñaron una serie de políticas públicas tales como creación de escuelas, becas estudiantiles y entrega de materiales de estudio que tuvieron como finalidad facilitar el ingreso, la permanencia y el egreso de los adolescentes en la escuela secundaria (Padawer; Rodríguez Celín, 2014). Por ejemplo, entre 2010 y 2014 se entregaron computadoras a 3.818.102 estudiantes secundarios en todo el país (ANSES, 2014), casi la misma cifra que se proyectó para la totalidad de jóvenes entre 15 y 19 años en Argentina en 2018 (INDEC, 2018).

Pero en contextos rurales como el de San Ignacio, cumplir con la obligatoriedad de la escuela secundaria siguió siendo desafío, ya que, aun recibiendo computadoras, las familias de la colonia, ocupantes e indígenas, continuaron sin poder garantizar que los jóvenes estudien. En primer lugar, porque los adolescentes eran incorporados en los quehaceres de la chacra con mayor intensidad y también solían ser empleados en el mercado informal como asalariados, lo que no impedía, pero sí dificultaba, la asistencia a la escuela. En segundo lugar, por la falta de un recurso imprescindible en contextos rurales: el transporte.

En la zona de la colonia en San Ignacio era posible encontrar numerosas pequeñas escuelas primarias, pero las escuelas secundarias se encontraban en la ciudad; los estudiantes debían atravesar diariamente largas distancias, lo que dificultaba la asistencia regular a la escuela. Por otra parte, se trataba de caminos poco transitados, lo que implicaba situaciones de peligro, especialmente para las chicas. Para proteger a las niñas en sus traslados a las escuelas, las familias desarrollaban distintas estrategias: desde acompañarlas diariamente (tarea a cargo de las madres, como en el caso de la familia Costas presentado al comienzo), hasta enviarlas a vivir con parientes o amistades en la ciudad, en albergues estatales o religiosos.

Pero si en la chacra las chicas de la colonia eran relegadas en virtud de sus atributos “naturales”, la escuela era un espacio donde las propiedades de la femineidad les resultaban particularmente valiosas: la “aplicación” de las niñas resume una serie de atributos como la tranquilidad, el estudio y la prolijidad (Stanley, 1995), prácticas y valores en los que las niñas de la colonia eran también socializadas. Estos valores eran reconocidos por los profesores y les auguraban trayectorias más largas en la escuela que sus hermanos varones. De esta manera, la posibilidad de culminar estudios se complementaba con las estrategias familiares de acumulación, ya que las jóvenes tenían otra opción a la búsqueda de recursos de reproducción social, procurando empleos urbanos a partir de su mayor calificación.

La continuidad de la escuela como proyecto de futuro de las chicas de la colonia se discutía en las visitas a la familia Kurz, cuyas hijas asistían a una escuela secundaria agrícola en la ciudad de San Ignacio. Las tierras que tenía esta familia eran poco productivas, pero podían vender un excedente hortícola. Como colono no capitalizado, Alberto utilizaba sus conocimientos de mecánica para construir las maquinas que necesitaba para la chacra y pudo progresar modestamente a partir del esfuerzo de toda la familia, aunque era inviable en términos productivos la división de sus tierras entre sus 4 hijos. En consecuencia, si bien “siempre en la chacra hay lugar para ellas”, implícitamente la escuela era una vía de salida para el futuro de las chicas. Este proyecto de continuidad en los estudios era estimulado por los padres (“ahora que van a la escuela secundaria hay que darles tiempo a que estudien”) y reconocido como una posibilidad de elección que ellos no tuvieron; aunque también reclamaban la necesidad de las chicas como fuerza de trabajo en la chacra (“antes de ir a la escuela, que me preparen la verdura para vender”).

Las chicas parecían, por su condición genérica “aplicada”, candidatas para estudiar. Sin embargo, esta no era una conclusión automática, ya que el padre reconocía también un matiz vinculado a la inteligencia y la perseverancia de cada una (“Ellas son chicas, son estudiosas. Pero terminar la escuela… depende de su capacidad y empeño”), en lo que coincidía la madre presentando su experiencia como contrapunto (“a mí nunca me gustó estudiar, en cambio a ellas sí. Están procurando estudiar para el día de mañana ser profesoras de algo”). Para las familias rurales de San Ignacio, la escuela no se referenciaba exclusivamente con el acceso a la alta cultura o el progreso social, sino que era asociada a la cuestión del gusto; sin embargo, como ya ha sido planteado por distintos autores, compartir el gusto por el estudio implica identificarse con la cultura legitimada a través la escuela, que históricamente ha respondido a los valores de la clase media y alta (Bourdieu, 2002).

La importancia del esfuerzo para el éxito escolar era recuperada por un profesor de la escuela secundaria cuando visitó a la familia Kurz cierto día, mientras los padres y las chicas ponían también en la balanza los ritmos de las actividades de la chacra. Para el profesor las chicas eran “aplicadas, educadas”, y proponía una complicidad adulta al respecto (“se los digo para su tranquilidad”): por eso visitaba a la familia para impulsarlas a rendir los exámenes pendientes. La madre coincidía con esos objetivos (“eso espero, que rindan los exámenes, eso trato”), pero en el diálogo con el profesor los padres intentaban negociar “una excepción” para que las chicas puedan acompañar al padre en la venta de productos de la huerta.

Si bien la conversación se realizaba entre adultos, una de las intervenciones de las chicas fue un indicio de su interés por participar de la principal actividad de sus padres, desde aportes que la propia escuela les otorgaba, en su caso para manejo de una contabilidad básica (“nosotros vamos con papá porque sacamos fiado, y así le vamos anotando lo que le deben”). En el mismo sentido intervino el profesor (“nosotros entendemos, queremos mejorar el tema de la colaboración de las familias”), de modo que la propuesta de la escuela no se presentaba como una vía alternativa sino complementaria a las necesidades familiares. La vía del estudio era un proyecto de las chicas, pero también una apuesta de los padres (“en la chacra no es fácil la cosa”), que no veían otra alternativa para sus hijas más allá del matrimonio (“apoyarlas a ellas si quieren salir adelante, después si no quieren que se casen y se queden en la chacra del marido”).

Un cierre

Las chicas de la colonia que conocí en San Ignacio me mostraron que el trabajo en las chacras les permitía apropiarse de conocimientos condicionados por el género, establecidos históricamente por la división del trabajo, pero también de tareas que hacían cotidianamente sus padres y hermanos. La educación de la atención volvía a las chicas perfectamente capaces de distinguir brotes de plantas cultivadas en el monte, y sus intenciones de participar en las actividades de la chacra se expresaban a la par de las de sus hermanos varones.

Sin embargo, estas influencias de dominios adultos masculinos iban invisibilizándose con el tiempo: si todas las chicas sabían manejar machetes, eran sus hermanos quienes los llevaban cotidianamente en la cintura; ellas cargaban a sus hermanitos. La descripción de las tareas de las chicas y las madres como “ayuda” evidenciaba el reconocimiento de un lugar subordinado respecto de los varones, “campeones” de la chacra. En este sentido, la participación periférica legítima de las chicas se asentaba sobre un patrón de división sexual del trabajo que se mantenía de generación en generación; aunque ellas, efectivamente, “supieran hacer” cosas de la chacra siendo pequeñas, ese conocimiento era activamente restringido.

En su deambular por las chacras las niñas realizaban cotidianamente con sus hermanos un fluir de actividades que las llevaba del juego al aprendizaje y al trabajo, y se responsabilizaban cada vez más de las tareas domésticas (mientras que sus hermanos, progresivamente lo hacían de la chacra o incluso de trabajos informales como asalariados a partir de los 12 o 13 años). Reconocer el carácter formativo de este fluir de actividades es sumamente importante para pensar en la educación de la infancia, porque los quehaceres rurales dejan de ser patrimonio exclusivo de los adultos, lo que de hecho sucede a costa de una enajenación de las capacidades de autonomía de los niños. Esto puede ser observado más frecuentemente en los contextos urbanos de clase media (parámetro de normalidad implícito en las regulaciones de trabajo infantil), donde los niños son protegidos al punto que tienen a su cargo muy pocas tareas de las que se realizan de modo cotidiano en los hogares. Advertir la importancia formativa de la incorporación progresiva al trabajo no implica desconocer la importancia de proteger a los niños de situaciones peligrosas, por el contrario, se trata de resguardar sus derechos a una educación escolar pero también que puedan aprender otras cosas que les proporcionan autonomía.

En este contrapunto merece una reflexión el lugar otorgado históricamente a la escuela como espacio educativo legitimado socialmente. En San Ignacio, las chicas parecían tener posibilidades ciertas de escapar a su posición subordinada en el acceso a recursos de la chacra, transitando para ello el camino hacia la cultura escolar que las preparaba (recuperando su condición genérica “aplicada”), para empleos urbanos. El gusto por el estudio, que puede ser entendido como influencia de modos de ser propios de las clases dominantes, implicaba, de hecho, algunos cambios en las identificaciones de las chicas de la colonia que se veían a sí mismas interesadas por trabajos propios de la ciudad. Sin embargo, estas identificaciones eran entendidas por ellas y sus padres como un proceso dinámico, ya que “siempre pueden volver” a la chacra. Esta opción, aun siendo principalmente una promesa, se constituía como una alternativa ante las históricas estrategias de capitalización de los pequeños productores rurales, que condenaban a las chicas de la colonia a garantizar su reproducción social exclusivamente a través del matrimonio.

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Resumen

 

En este trabajo analizo, a partir de posiciones regulacionistas respecto del trabajo infantil, las participaciones de las niñas en las actividades agrícolas en San Ignacio (Misiones, Argentina). A partir de referencias a un trabajo de campo etnográfico iniciado en 2009, considero cómo su incorporación en los quehaceres de las chacras puede entenderse como experiencias formativas, es decir como parte de un proceso de adquisición progresiva de autonomía para el propio sostenimiento, donde las distinciones étnicas, genéricas, de edad y posición social definen ciertas actividades y saberes como propios de las chicas de la colonia. Estos conocimientos sobre el mundo son los que les permiten entender, pero también transformar imperceptiblemente y en su quehacer cotidiano, el mundo que las rodea.

 

Palabras clave: identificaciones, infancia, genero, aprendizaje, agricultura familiar

 

Fecha de recepción: 08 /02/2018

Fecha de aceptación: 20/04/2018

Ana Padawer apadawer66@gmail.com

Doctora en Antropología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Argentina. Investigadora Categoría Independiente de Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina. Es Profesora Adjunta Regular del Departamento de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires. Ha dictado cursos de Posgrado en Educación y en Antropología en varias universidades de Argentina, así como cursos de formación en sindicatos docentes y en el Ministerio de Educación Nacional.