Introducción
Las Ciencias Sociales cuentan con un amplio desarrollo de estudios sobre las juventudes, en especial desde la sociología. En Argentina el retorno democrático se presentó como un punto de inflexión para el crecimiento de los mismos y se fue configurando un universo multicolor de perspectivas y abordajes de las juventudes. A la vez se generó un consenso sobre la necesidad de no hablar de la juventud en singular, con carácter homogéneo, sino hablar de las juventudes – en plural –, ya que las mismas son diversas, heterogéneas y están en permanente construcción.
Al momento de escribir el estado del arte de las investigaciones sobre lo juvenil en Argentina desde el retorno democrático hasta la actualidad – en el marco de mi tesis doctoral – nació la inquietud sobre las perspectivas desde las cuales se producían las mismas (Seca, 2020). Y si bien se reconoce a las juventudes como construcciones sociales, esto no ha implicado necesariamente la superación de las miradas adultocéntricas y androcéntricas. En parte porque ambas se presentan como sistemas de dominio para pensar lo juvenil en las sociedades occidentales.
Desde diversas corrientes teóricas feministas se ha planteado la necesidad de dedicar esfuerzos a la observación crítica de los procesos a través de los cuales se construyen (producen, reproducen y cuestionan) las relaciones de género en nuestras sociedades patriarcales. Por su parte, los movimientos juveniles han comenzado a cuestionar los imaginarios adultocéntricos que producen nociones que circulan justificando acciones de dominio contra las personas jóvenes. En esta línea, las dos preguntas que se buscan responder a lo largo del artículo son: ¿Cómo hacemos visibles las relaciones de género en nuestras investigaciones? Y ¿Cómo accedemos y comprendemos las voces y las experiencias juveniles sin las lentes del mundo adulto? Es un proceso complejo y no existe una única respuesta, por lo tanto, en estas páginas se plantea una reflexión a partir de la experiencia investigativa y de aquellos desarrollos teóricos que se encuentran disponibles en la actualidad. Se espera que este trabajo sea un insumo para la producción de miradas críticas en el abordaje teórico de las juventudes en América Latina.
El adultocentrismo y el androcentrismo como puntos de partida
Los y las jóvenes como las juventudes son construcciones sociales basadas en la edad que se presentan como algo natural. A lo largo de la historia, las sociedades han procesado las edades de diversos modos, otorgándoles una multiplicidad de significaciones que tienden a naturalizarse a través de diversos mecanismos sociales:
La naturalización del sentido que los sujetos le otorgan a las edades, las expectativas sobre las mismas, las prácticas que se suponen corresponden y los estereotipos que se generan sobre dicha edad, son entre otros procesos parte de lo que se nombra como el procesamiento sociocultural de las edades (Chaves, 2009, p. 12).
Este proceso sociocultural está mediado por relaciones de poder: de clase, de género, étnicas y también generacional. Como plantea Bourdieu (1990):
La representación ideológica de la división entre jóvenes y viejos otorga a los más jóvenes ciertas cosas que hacen que dejen a cambio otras muchas a los más viejos. […] Esta estructura, que existe en otros casos (como en las relaciones entre los sexos), recuerda que en la división lógica entre jóvenes y viejos está la cuestión del poder, de la división (en el sentido de la repartición) de los poderes. Las clasificaciones por edad (y también por sexo, o, claro, por clase…) vienen a ser siempre una forma de imponer límites, de producir un orden en el cual cada quien debe mantenerse, donde cada quien debe ocupar su lugar. (p. 163-164).
La cuestión del poder es constitutiva de las relaciones entre jóvenes y adultos y, en la sociedad actual, son éstos últimos quienes lo detentan. Se imponen posiciones en la estructura productiva, reproductiva e institucional, a la vez que se construyen imaginarios que las legitiman. Esto evidencia la existencia del adultocentrismo como sistema de dominio y paradigma (Duarte, 2012; 2015): dos dimensiones, una en el plano material y otra en el simbólico. Siguiendo los planteos del sociólogo chileno Claudio Duarte afirmamos que el plano material es un sistema que determina accesos y clausuras a ciertos bienes, tareas y posiciones en la estructura social según la edad que le corresponde, lo que incide en la vida de las personas.
[…] Es de dominación ya que se asientan las capacidades y posibilidades de decisión y control social, económico y político en quienes desempeñan roles que son definidos como inherentes a la adultez y, en el mismo movimiento, los de quienes desempeñan roles definidos como subordinados: niños, niñas, jóvenes, ancianos y ancianas. Este sistema se dinamiza si consideramos la condición de clase, ya que el acceso privilegiado a bienes refuerza para jóvenes de clase alta la posibilidad de – en contextos adultocéntricos – jugar roles de dominio respecto, por ejemplo, de adultos y adultas de sectores empobrecidos; de forma similar respecto de la condición de género en que varones jóvenes pueden ejercer dominio por dicha atribución patriarcal sobre mujeres adultas (Duarte, 2012, p. 111).
En el plano simbólico, se desarrolla un imaginario social que impone la noción de adulto como punto de referencia (modelo a seguir) para los/as ancianos/as, jóvenes, los niños, las niñas y les niñes.
Este imaginario adultocéntrico constituye una matriz sociocultural que ordena – naturalizando – lo adulto como lo potente, valioso y con capacidad de decisión y control sobre los demás, situando en el mismo movimiento en condición de inferioridad y subordinación a la niñez, juventud y vejez. A los primeros se les concibe como en “preparación hacia” el momento máximo y a los últimos se les construye como “saliendo de” (Duarte, 2012, p. 120).
El adultocentrismo, como sensibilidad dominante y violenta, es parte de la vida de los/as jóvenes, “es internalizado como subjetividad y opera como una suerte de identificación inercial en quienes observamos como víctimas de este imaginario: niñas, niños y jóvenes” (Duarte, 2012, p. 120). A la vez, éste ha sido reproducido en la investigación social argentina sobre lo juvenil. Tal como analizan Alpízar y Bernal:
[…] el parámetro de validez de muchos de los estudios sobre lo juvenil es legitimado desde el mundo adulto. Asimismo, muchos estudios son realizados por personas (adultas o jóvenes) que consideran que desde su lugar (como investigadores/as) saben lo que piensan, necesitan o sienten las personas jóvenes, sin tomar en cuenta la opinión de las y los jóvenes; o si lo hacen, las utilizan para ilustrar o ejemplificar conclusiones predeterminadas en sus estudios (2003, p. 120).
En los trabajos realizados desde esta perspectiva la adultez es el universal simbólico –se toma como punto de referencia al mundo adulto – y trae aparejada la persistencia de la representación de les jóvenes como sujetos en transición hacia la adultez que están incompletos; ya que aún no han adquirido todas las competencias necesarias para ser actores sociales. Y/o también con potencia de acción en el futuro; el imaginario de que “los jóvenes son el futuro” implica pensar que no están siendo ahora y se les desconocer de su capacidad de acción en el presente.
Este adulto al que se construye como referencia tiene características específicas: es masculino y occidental (Alvarado; Martinez; Muñoz, 2009), articulándose con los imaginarios patriarcales (Duarte, 2015; 2018; Feixa, 1998; Seca, 2015) y de clase – que no profundizaremos en este artículo –, lo que nos lleva a analizar la segunda dimensión: el androcentrismo.
Al interior de los estudios que abordan la condición juvenil en Argentina, el desarrollo de una línea de trabajo, debate e indagación en torno de la dimensión genérica y sexual de las experiencias juveniles es menor en comparación con líneas clásicas como educación o trabajo. Y si a esta perspectiva la sumamos como tercera variable la participación, el desarrollo es más escaso. Allí radica nuestro desafío. Como afirma Elizalde:
[…] no significa que las ciencias sociales dedicadas a la indagación de las juventudes no hayan elaborado abordajes puntuales sobre los modos en que las diferencias de género y sexualidad intervienen en la producción de distinciones y jerarquías en la vida de los chicos y las chicas. Implica, más bien, que un número no menor de estas aproximaciones se han formulado desde una concepción binaria y taxonómica de las identidades y expresiones de género y del deseo sexual, y/o se han desarrollado a partir de la tácita asunción de un punto de vista androcéntrico como presupuesto epistemológico de partida (2013, p. 13).
El androcentrismo consiste en entender el mundo en términos masculinos. Una investigación realizada desde esta perspectiva reconstruye la realidad desde una mirada masculina, ignorando o desvalorizando las experiencias de las mujeres y de los/as/es integrantes del colectivo de las disidencias (Lesbianas, Gays, Travestis, Transexuales, Bisexuales, Intersex, Queer y no binaries, cuyas siglas son LGTTBIQ+). En la mayoría de los casos se produce por la ausencia de un cuestionamiento, la falta de la reflexión epistémica sobre el lugar desde donde se está produciendo el conocimiento. Para Capitolina Díaz Martínez y Sandra Dema Moreno (2013) el androcentrismo adopta diferentes modalidades1:
a) Se asume un marco de referencia masculino: Los varones son el sujeto social, más allá de que dicho colectivo esté compuesto por varones y mujeres, y esto conlleva a la invisibilidad de los/as otros/as, a priorizar los intereses masculinos por sobre los demás o a suponer que son idénticos.
b) Se construye la figura de los varones como sujetos activos y de las mujeres como sujetos pasivos. Lo que supone la objetivación y cosificación de las mujeres, en lugar de reconocerlas como actores – o mejor dicho actrices – sociales.
c) Las mujeres son directamente omitidas en la investigación, en términos de Shulamit Reinharz (1985) lo definimos como ginopia (discapacidad de percibir a las mujeres)2. Esto se da, por ejemplo, cuando un indicador social no es desagregado por género.
d) La sobrevalorización de los intereses masculinos sobre los de las mujeres y del colectivo LGTTBIQ+.
Estas modalidades van de la mano de dos sesgos: la universalización del modelo de lo “juvenil-masculino” y la “insensibilidad de género”. Por un lado, como sostiene Bourdieu, desde las Ciencias Sociales se han incorporado “como esquemas inconscientes de percepción y apreciación, las estructuras históricas del orden masculino” (2000, p. 17). En los estudios de juventudes toma cuerpo en la tendencia generalizada a considerar a priori a los varones como sujetos de referencia universal de las juventudes (Elizalde, 2006; 2011). La construcción de lo “juvenil-masculino” como universal da cuenta de la preeminencia de esta cultura masculina y masculinizante que “legitima una relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada” (Bourdieu, 2000, p. 37), al mismo tiempo que estabiliza y refuerza las distinciones de género y sexualidad en las identidades juveniles.
Por otro lado, la “insensibilidad de género” (Eichler, 1991) se produce al ignorar que el género es una variable socialmente relevante para las investigaciones en Ciencias Sociales; lo que provoca sesgos en el proceso investigativo. Uno común en los estudios sobre participación juvenil es la descontextualización. Sucede, por ejemplo, cuando no se tiene en cuenta que una situación dada puede tener diferentes significados e implicancias para los miembros de uno y otros géneros, debido a que la posición social de varones, mujeres y personas de género no binario es significativamente distinta. Otro problema derivado de esta insensibilidad se presenta cuando no consideramos el género de todas las personas involucradas en la investigación (tanto los/as sujetos investigados como los/as investigadores), lo que lleva a que ignoremos que en determinadas situaciones y temáticas el género de quien desarrolla la investigación influye en las respuestas del entrevistado/a/e.
Algunos de los estudios desarrollados en nuestro país sobre prácticas participativas juveniles tienden a reproducir los sesgos antes expuestos. Si bien reconocemos una mayor visibilización de las temáticas de género en los últimos años – de la mano del crecimiento de las demandas de les jóvenes en las calles –, esta actualización aún no ha generado un cambio en el paradigma. Una de las explicaciones de esto puede ser el desarrollo segmentado del campo de los estudios feministas y la consecuente falta de transversalidad de la perspectiva de género. La idea de que solo se tiene en cuenta la opinión de las mujeres y los/as/es integrantes del colectivo LGTTBIQ+ si se desarrolla un estudio dentro del campo de los estudios de géneros reifica la incorporación de la perspectiva de género a un campo. Por ello, se vuelve urgente que nos preguntemos con qué elementos teóricos afrontamos el desafío de desactivar automatismos y abandonar definiciones naturalizadas.
2 – Marcela Largarde (2012, p. 22) nos habla de invisibilización de las mujeres que: “es producto de un fenómeno cultural masivo: la negación y la anulación de aquello que la cultura patriarcal no incluye como atributo de las mujeres o de lo femenino, a pesar de que ellas lo posean y que los hechos negados ocurran. La subjetividad de cada persona está estructurada para ver y no mirar, para oír sin escuchar lo inaceptable, para presenciar y no entender, incluso para tomar los bienes de las mujeres, aprovecharse de sus acciones o beneficiarse de su dominio, y no registrar que así ha ocurrido”.