Sobre los laberintos que cercan el cuerpo del investigador
Un laberinto consiste en un conjunto de trayectos entrecruzados, creados con la intención de desorientar a aquel que lo recorre. Según un antiguo mito griego, el famoso Laberinto de Creta fue creado por Dédalo para alojar a Minotauro (Ferreira, 2008), un monstruo mitad hombre, mitad toro, al que eran ofrecidos regularmente jóvenes que devoraba. Esos jóvenes intentaban, sin éxito, salir del laberinto. Conforme cuenta el mito, Teseu consiguió derrotarlo y escapar del laberinto desenrollando, a lo largo del recorrido, el hilo de un ovillo dado por la joven Ariadne.
Tal como cuenta la mitología, podríamos nosotros, como investigadores, adoptar también la estrategia de Teseu, a partir de la cual toda ruta es registrada y anotada de forma que sea posible recorrer el camino de vuelta con exactitud. En nuestro caso, diferente de Teseu, no nos interesaría tal exactitud, pues, mientras investigamos, hacemos otro uso del hilo de ovillo, a saber, como memoria. Es así, debido a que entendemos que es a partir de la reconstrucción de esa memoria que podemos comprender lo que pasó, para inaugurar nuevas configuraciones a partir de la producción de sentidos otros (Deleuze; Guattari, 1996). Cuando se trata de un trayecto que se distingue mucho más por el acto de recorrer, podemos avanzar laberinto adentro, tejiendo caminos, regresando y recreando nuevas rutas. La importancia está en la cualidad de cómo hacemos y recorremos ese camino. Pero al final, ¿iríamos solos, sin ninguna directriz y ninguna estrategia, como perdidos en el laberinto? ¿Sin rima preparada?
Creemos que estar en el campo con el cuerpo permeable a lo que se da en el encuentro no se refiere a ir vacío o a partir de cero. Ciertamente contamos con una “caja de herramientas” y un desafío – el desafío de relanzar la vida en su procesualidad – que nos sirven como condición de caminar para producir otras travesías posibles (Foucault; Deleuze, 1979).
Por medio de la investigación-intervención, que compone nuestra caja de herramientas, es posible recorrer diferentes entradas, pero lo más importante es que las salidas sean múltiples y abiertas a los cambios de curvas y velocidades (Rolnik, 1989). Eso significa que recorremos el laberinto no para escapar, sino para experimentarlo. Indica, por tanto, un abandono de la idea de tener necesariamente un camino predeterminado, que comporta él mismo la intención de un punto de partida y un punto de llegada, un destino ya previsto y calculado. Lo que nos interesa es, de ese modo, inventar mapas provisorios y, principalmente, afirmar que pueda haber otras rutas, diferentes de las marcadas y catalogadas.
Por eso no llegamos con la “rima preparada”. Es notoria la diferencia de llegar con la rima preparada, como una planificación encerrada en sí misma, a llegar con borradores que, en el encuentro con el campo, se pueden metamorfosear. Como investigadores, inmersos en un laberinto, nosotros nos dejamos contaminar por las diversas fuerzas y mezclas que vivimos, no solo en el espacio de la Grota, sino también en nuestros encuentros con la Universidad, con las calles de la ciudad, con el arte, entre otros. Así, del encuentro con el espacio de Grota, surgían nuevos movimientos, desdibujando territorios y fronteras y creando nuevos paisajes.
Sobre los paisajes y laberintos que acompañan la construcción de un trabajo colectivo
En el contacto diario junto a la ONG percibimos que, inicialmente, toda la demanda dirigida al equipo de investigación compuesto por estudiantes de psicología se refería a la expectativa de que prestásemos atención a “niños y jóvenes-problemas”, a partir de un encuadre más tradicional que comprehendía una actuación esencialmente clínico-individual. De modo general, fueron innumerables las solicitudes de atendimientos individuales a los niños que, según los participantes del proyecto, precisaban orientaciones urgentes. Considerando que esa demanda traducía, de cierto modo, la existencia de un conjunto de fuerzas que tornan a los especialistas “psis” en peritos en la solución de problemas de naturaleza psicológica, buscamos, entonces, utilizar una importante herramienta de la corriente de pensamiento francesa nombrada Análisis Institucional. Dentro de varios conceptos, tal corriente propone el del “análisis de la demanda” (Baremblit, 1992).
Analizar la demanda consiste en desdoblar los pedidos hechos por la ONG, exponiendo, aunque de forma incipiente, el entramado de fuerzas contenidas en el pedido. A partir de esta actitud crítica es que aparece la demanda de análisis, cuya intervención consiste en montar nuevas direcciones en el propio acto de intervenir.
Aunque el equipo de investigación no se haya privado de oír los casos considerados emergencias, pudimos analizar tal demanda y proponer otras formas, más colectivas, de comprensión y conducción de las cuestiones que atraviesan la vida de innumerables aprendices que forman parte del proyecto.
A partir de la apuesta por la construcción de dispositivos de colectivización, pasamos a acompañar de cerca algunos proyectos de la ONG. En las ruedas de conversación, por ejemplo, el discurso de cada integrante gana legitimidad en un proceso de enseñanza-aprendizaje y de reconocimiento unos de los otros con sus saberes, sus opiniones y valores sobre asuntos como el arte, la violencia y la formación. Formar parte de la rueda permite que los jóvenes se sientan acogidos, porque allí se encuentran personas con quien se pueden identificar y, de alguna manera, también diferenciarse. Con ese dispositivo, a partir de la colectivización y circulación de la palabra, definimos tanto lo que es considerado común para todos los que participan en el proyecto, como aquello que es vivido de forma diferente, creando redes de cooperación.
Una dificultad que encontramos desde el mismo inicio se refería a la siguiente cuestión: ¿cómo nos integraríamos con los jóvenes aprendices de la ONG siendo nosotros jóvenes aprendices y estudiantes de psicología? ¿En qué dirección irían nuestras intervenciones?
En ese sentido, pudimos compartir agonías comunes, por ejemplo, la de estar en proceso de formación. Nosotros, inmersos en una formación en Psicología, ellos, en Música. Frecuentamos, a veces, los mismos lugares, desde los ambientes universitarios, pasando por algunos espacios de ocio, lo que dio lugar al sentido afín de “somos todos iguales”. Pero, las diferencias también se hacen presentes, dentro de ellas, el hecho de ellos ser residentes en regiones periféricas de la ciudad. Residentes en una zona de pobreza, herederos de una histórica disparidad de ingresos que los conduce, incesantemente, a sufrir desigualdades de diversas órdenes – cultural, escolar, de ocio, de trabajo- esos jóvenes insisten en buscar perspectivas que funcionen como un antídoto ante la indiferencia a la que son, cotidianamente, relegados. Mas, es, justamente, entre puntos y demandas, por momentos convergentes, por momentos divergentes, que una vez más el ejercicio de rimar se hace potente. Potente porque viabiliza, entre nosotros los jóvenes, un intercambio de ideas, de saberes y de afectos que forjan, al mismo tiempo, la perspectiva de juventudes en lo plural y a los fines de producir lo común.
Pero, ¿cómo producir a partir del lugar que nos es dado a ocupar: el de investigadores? La perspectiva teórica de la investigación-intervención nos brinda otra valiosa herramienta para que pensemos en cómo lidiar con esas cuestiones: el análisis de la implicación (Rodrigues; Souza, 1987). Ella permite traer al análisis el lugar de donde somos llamados a responder y nos abre a la posibilidad de inventar otro lugar posible. Este concepto-herramienta confirma que nuestro hacer jamás está disociado de la política, al final actuamos en nombre de una ética y producimos verdades en el mundo. Hacer el análisis de implicación es, en cierta medida, preguntarnos en qué mundo queremos vivir; cuáles rupturas buscamos producir; cuáles otros procesos de subjetivación queremos afirmar. Pero, esto significa sustentar cierto proyecto de indeterminación y, por qué no decirlo, algunas agonías.
En varios momentos cuestionamos nuestro trabajo en la ONG. Algunas veces sentíamos que no estábamos produciendo absolutamente nada. Nos atravesó un sentido de inutilidad que se tornó materia-prima de pensamiento. El efecto expreso de la inutilidad de nuestros quehaceres se anudaba con otro sentido, muy singular, que rondaba a los músicos del Espacio Cultural de la Grota: el de un Arte que “no sirve para nada”.
Para ellos, el sentido de inutilidad es experimentado por medio de la siguiente lucha: la de, por una parte, el arte como producto para el mercado; y, por la otra, el arte como gestor potente de transformaciones de los modos de vida – que combaten la constricción del arte dentro de la perspectiva mercadológica.
A nosotros, investigadores en el campo de la psicología, el sentido de la inutilidad nos hace pensar sobre el mercado de los saberes psis. Un mercado de variedades terapéuticas que, a veces, como supuestos antídotos, se esparcen con la promesa de una respuesta a todo, que le permita a la vida no sucumbir nunca u obtener una cura inmediata para todo sufrimiento, de tal modo que lo profesional psi es visto como aquello que contiene la verdad sobre el otro. A ese consumo, no nos interesa servir.
Tal vez sea esta nuestra mayor agonística, tan fundamental para nuestro ejercicio crítico: vivir, también, el lugar de aprendiz y, sosteniendo esta posición, afirmar que el conocimiento es de naturaleza híbrida, ya que contiene diferentes experiencias, perspectivas, referentes y adviene, además, de los encuentros que se producen entre nosotros y los otros en la dirección de una apuesta: la constitución de un común.
Las rimas que construimos son de factura colectiva. Rimas, a su vez, que no siempre siguen lo que se entiende tradicionalmente por rimar. Son rimas que desentonan, difieren, producen otros sonidos, otros ritmos, otras velocidades, otros sentidos. Rimas colectivas.
Y, en medio de los sonidos, ritmos y velocidades hechos de rima, percibimos que el simple hecho de estar allí, experimentando lo que nos pasa en el encuentro con ellos, ya produce algo. El proceso de intervención se efectúa de las más diversas formas: cuando valoramos lo que los jóvenes expresan sobre sí mismos; cuando a partir de estas expresiones nos dejamos afectar por ellas y, en ese movimiento, vamos construyendo nuestro propio cuerpo-investigador; cuando nos proponemos compartir lo que aprendemos juntos en otros espacios de la sociedad, dentro y fuera de la academia; cuando participamos de sus procesos de formación, a través de nuestras intervenciones en el campo.
Aprendemos mucho con ellos. Los encuentros posibilitan el surgimiento de sentidos otros en relación, por ejemplo, a lo que significa ser joven en la periferia. Hay un orden hegemónico injusto y desigual que coloca a los jóvenes residentes de la periferia en la condición genérica de pobres, vagos y ociosos, perspectiva unida a la criminalización de la pobreza y de sus efectos. En contraposición a esas miradas, los jóvenes que encontramos en la Grota entienden que las condiciones precarias de existencia no necesariamente están ligadas a tales categorías. Debido a que, además del Espacio Cultural de la Grota promover nuevas formas de sociabilidad, la propia convivencia comunitaria en el barrio apunta para la creación de otras redes de producción de lo común que tales categorías invisibilizan.
En esas redes, la situación de vulnerabilidad es convertida en formas de solidaridad que inventan otras maneras de integración a la vida social, expresadas en los modos de compartir los cuidados con los hijos, de relacionarse entre ellos, de trabajar y de vivir. De ese modo, lo periférico no condiciona necesariamente una experiencia de falta y de carencia, sino también de producción de “reexistencias” (Heckert, 2004) en el arreglo de otras formas materiales e inmateriales de sustentarse y de reinventarse. Cuando se invierte la noción de periferia arrojada en guetos de exclusión a la de periferia formada por redes en que la falta es convertida en otras presencias, el sentido de lo periférico gana nuevas expresiones. Una expresión de periferias en devenir en su potencia minoritaria. Potencia esta que abre y, al mismo tiempo, teje un horizonte pautado por la producción de sueños comunes posibles.
No obstante, la constitución de sueños comunes se presenta, también, a partir de un dilema que aparece grabado entre los jóvenes monitores del proyecto. Un dilema que consiste, de un lado, en trazar una perspectiva artística que comprehende una forma de trabajo pautada a través de valores colectivos y de ayuda mutuos y, del otro, que tiende a garantizar “nichos de mercados” relativos al oficio de músico regido, únicamente, por la lógica de “cada uno en su cuadrado”.
Acerca de los valores colectivos, entendemos que para los jóvenes la grupalidad funciona como un recurso de aglutinación y reflexión respecto al modo como desempeñan sus actividades. Estar en grupo se torna, de esa manera, una fuente productora de energía y confianza, y los conflictos y divergencias, advenidos de la convivencia diaria, generan la búsqueda de salidas colectivas a los obstáculos.
Apropiándose del grupo como parte de un proceso educativo, se verifica la construcción de relaciones de solidaridad, de cuidado y de convivencia con las adversidades – dividiendo dudas e incertezas, compartiendo y conmemorando aciertos – por medio de elementos que no forman parte, necesariamente, de los ideales de éxito y consumo que atraviesan de forma significativa los emprendimientos artísticos empresariales.
Aun cuando desean la profesionalización y hacen legítimo para sí mismos ser, por ejemplo, músicos de una gran orquesta, no ven la profesionalización como finalidad última. Al contrario, se apropian del proyecto y de sus actividades en cuanto una inversión educativa y de socialización. Así, no sucumben, de una vez, a la creciente tentación ante los valores individualistas, competitivos y de consumo pregonados en los modos de vida vigentes, resistiendo y afirmando, en las formas de ser artista, su potencia colectiva y creadora.