Imágenes inacabadas: internación y acogida
Los menores que utilizaban el inmueble abandonado en la calle General Silvestre, en Icaraí, Zona Sur de Niterói, continúan aterrorizando a la vecindad. Según los residentes del barrio, en los últimos días, volvieron a disparar piedras del alto del Túnel Raul Veiga contra los coches que siguen hacia la Avenida Roberto Silveira. […] La semana pasada, una acción pública del Ministerio Público del Estado de Río de Janeiro determinó que se evalúe un grupo de ocho jóvenes, con edad entre 12 y 15 años, para su posible internación en clínicas de desintoxicación (O Fluminense, 30/03/20171).
Noticias como ésta circularon en las redes sociales y en los periódicos de la ciudad. En el barrio más noble de Niterói, la ocupación de la casa abandonada les causaba frenesí a los moradores de la región. Muchachos y muchachas que antes ocupaban las calles de la ciudad ahora se reunían en el Casarão – nombre que eligieron ellos para el lugar. La ocupación, sin embargo, no la toleraron por mucho tiempo. Se estaba diciendo que los menores estaban poniendo en riesgo a los buenos ciudadanos que, en una ávida búsqueda por la paz y la calma del lugar, no tardaron en actuar para impedir esa situación. En las semanas que sucedieron a las noticias, la Guardia Municipal llevó a los jóvenes a la emergencia del hospital psiquiátrico de la región para una supuesta evaluación psicológica. Allí, se tomaron algunos caminos. Por diversos motivos, muchos de los jóvenes allí presentes llevaban días lejos de la casa de sus familiares. La ida forzada al hospital trajo como consecuencia, para aquellos cuyas madres fueron encontradas, la imposición de volver a la casa. Para los que no tenían contacto con familiares, el refugio se consideró una solución. A los que anteriormente ya habían cometido algún delito los condujeron a instituciones socioeducativas para que cumplieran sus penas. Todas las medidas, entonces, se tomaron con vistas a retirar de las calles – es decir, del caserón del barrio noble – a estos jóvenes incómodos. Sin embargo, después de unos días, algunos de estos jóvenes que conseguieron resistirse a lo que les era impuesto ya estaban nuevamente en las calles, sin que fuera escuchado los que ellos tenían que decir sobre la situación.
La escena narrada condensa y expone los vacíos que no se pudieron rellenar a lo largo de los años, pese a las conquistas de los movimientos en favor del niño y del adolescente y de los movimientos contra el manicomio y sus formas. Esta escena se aleja de las ideas que exigían una nueva mirada sobre las cuestiones de la niñez y la adolescencia, así como sobre las cuestiones de la salud mental. ¿Es posible entonces decir que ese pasado ya se ha terminado cuando niñas y niños son trasladados al hospital psiquiátrico para que les hagan una evaluación psicológica? En esta escena, es evidente que la promulgación de las leyes no garantiza el cambio de pensamiento en torno a lo que ha sido configurado históricamente. Los efectos de un largo período en el que jóvenes pobres y negros eran sometidos a la acción policial siguen marcando sus vidas.
En ese sentido, se puede citar a Arantes (1999), que señala que el surgimiento del término menor es la más perversa creación de las prácticas sociales brasileñas. El término, acuñado en la década de 1920, tal como la política menorista del Código de 1927, produjo efectos muy devastadores, cuyas huellas perduran. Lo que se observa es que, desde la esclavitud en el período colonial hasta los días de hoy, pasando por la dictadura militar, la cuestión de la infancia y de la adolescencia pobres – y, en su mayoría, negras – estuvo y está asociada a una idea de irregularidad y de peligrosidad. La significativa producción de las categorías menor abandonado y menor delincuente – pautadas sobre todo en la psiquiatría –, así como la discusión sobre la locura y las degeneraciones, sirvió como base para la institucionalización de niños y jóvenes. Por lo tanto, se constata que, a lo largo de los años, las acciones destinadas a ese grupo y a sus familias se apoyaban en un modo de controlar, vigilar y tutelar su existencia (Lobo 2015).
A pesar de las conquistas que surgieron en los años 1980, son muchos los desafíos que persisten todavía hoy para que se aplique el Estatuto y la Ley de la Reforma. Aún es posible notar la existencia de situaciones en las que jóvenes pobres y, casi siempre negros, son tratados con acciones punitivas y de internación. ¿Por qué, en lugar de acoger y garantizar derechos, la existencia de ellos es reducida a categorías excluidas de cualquier atención que no tenga como objetivo la institucionalización o la exclusión?
Los nudos de la protección
Un niño de 11 años llegó al consejo tutelar después de una serie de denuncias que se le hicieron. Algunas de esas denuncias venían de personas que en otro tiempo estuvieron sensibilizadas con su situación de pobreza y ahora reclamaban el alejamiento de su madre. Decían que el niño robaba por el barrio, vendía los objetos robados y le daba el dinero a la madre, consumidora de cocaína. La madre negaba que encubría al niño y el uso de drogas. Consejeros y estudiantes en prácticas le hablaron al niño sobre su situación, pero él no parecía tener mucha crítica en cuanto a las cosas que hacía. Caía exclusivamente sobre la madre la responsabilidad por sus actos. El padre, por otro lado, desatendió los cuidados a los hijos y, cuando le reclamaron al respecto, más viejo, decía que toda la culpa era de la madre. Lo presionaron para que se quedara con el niño por un tiempo y él se negó; llegó a llevarlo a la emergencia del hospital psiquiátrico de la ciudad diciendo que el hijo estaba amenazado –lo que no procedía en aquel momento. El niño, entonces, pasó una noche en la emergencia psiquiátrica. Más tarde, fue a un refugio en la ciudad vecina, porque no había plaza en los refugios de la región donde vivía. Huyó enseguida porque extrañaba a su madre, que, por la distancia del otro municipio, no podía visitarlo.
La historia, en el momento actual, está atravesada por cuestiones que existen desde el período colonial y los tiempos del Código de Menores. Cuando recordamos que, en la época de la colonia, para los niños pobres – más tarde tachados de peligrosos y objeto de internaciones – sólo quedaba la caridad y la acción de la policía (Rizzini; Rizzini, 2004), se ve cómo eso se repite en la historia narrada en los días de hoy. Además, las ideas punitivas instituidas a partir del Código de Menores se actualizan aquí en las conductas de la vecindad que exigen el alejamiento de la madre y la reclusión en un lugar cerrado. El consejo se encuentra, por lo tanto, en un escenario en que nítidamente se evidencian las complicaciones de una sociedad que aún no ha logrado deshacerse de las amarras que se produjeron con la invención del menor – con todas las implicaciones que presenta el término. Por un lado, exigencias de castigo y control; de otro, una mujer sola culpable de las actitudes de su hijo y un niño que hay que castigar. Pero ¿cómo el consejo tutelar responde a lo que parece imponérsele en la cotidianidad del trabajo? Y más: al responder a esas exigencias, ¿por qué el consejo se inserta en la misma lógica de castigo proveniente de legislaciones pasadas y que las fuerzas legales en boga actualmente han contradicho?
Miedo al tráfico y la producción de riesgos
Según relatos de familiares, el joven estaba consumiendo muchas drogas y se veía raro después de un tiempo. Más tarde, caracterizaron su extrañeza como un brote de locura. Un hermano mayor decía que la culpa era de la madre, que ella lo dejaba muy suelto. En las ocasiones en las que la estudiante en prácticas estuvo con él, el niño hablaba poco y se quejaba de los efectos de los medicamentos que estaba tomando. Decía que iba a dejar de tomarlos, porque lo dejaban lento, afectaban su rutina y la convivencia con los amigos. Sus amigos eran sus vecinos que, al igual que él, eran cercanos al tráfico local. Esa cercanía intranquilizó al equipo del CAPSi, que llegó a pensar en una internación, ya que el niño circulaba por la noche y decía que trabajaba con el tráfico. Loco, con advertencias de interrumpir la medicación y con las andanzas por la comunidad, ¿se estaría poniendo en riesgo? ¿Qué riesgos atravesaban la vida de ese niño? ¿Sería posible eludirlos sin recurrir a la institucionalización?
¿Riesgo de volverse loco? ¿Riesgo de muerte? ¿Riesgo de cometer crímenes? En ese punto, la historia de ese niño podría asemejarse a la situación de los niños del siglo XX, cuando se relacionaba la locura a un fallo moral y a la peligrosidad. Para estos niños, quedaba la vigilancia, el control y la intervención en la familia. Pero hoy, después del ECA y de la Reforma Psiquiátrica, ¿no deberíamos haber roto con ese pensamiento? ¿En qué medida nuestro modo de tratar a esos jóvenes locos, pobres y, muchas veces, negros se aleja o se asemeja a la práctica de tutela y control que queremos combatir? Vemos que, en los tiempos del Código de Menores, cuando se desarrollaban ciertas prácticas discursivas sobre niños y jóvenes pobres, al menor necesitado lo construían y lo remitían a una familia supuestamente desestructurada. El miedo a una futura delincuencia llevaba a esos jóvenes a instituciones que afirmaban el orden, vinculando la protección, en ese momento, a la idea de prevención. De esta manera, la protección a los niños y a los jóvenes pobres asume un patrón preventivo. Según esa perspectiva, “justicia y filantropía entienden que no basta castigar o retirar de la convivencia a aquellos que perturban el orden. Urge reformar la justicia y, principalmente, crear una justicia especial para los ‘menores’” (Coimbra; Silva; Ribeiro, 2002, p. 147). Es necesario intervenir sobre la familia e, inicialmente, la medicina higienista se propone modificar sus prácticas, consideradas malsanas. A través de la madre, se introducen las técnicas del cuidado del cuerpo, de la casa y, sobre todo, de los niños. Más que eso, se introduce en las familias pobres un “sentimiento de incapacidad de cuidar a los hijos, ya que se consideraba que sus modos de vida propiciaban el surgimiento de enfermedades, perversión y ociosidad” (Coimbra; Silva;Ribeiro, 2002 p. 147). Conforme a ese imperativo, emerge la idea de que, lejos de las familias, se podría cuidar mejor a esos niños. Con la llegada del ECA, se intenta romper esa lógica. De ese modo, ¿cómo nuestros discursos y estrategias han (des)favorecido ese combate en el presente?