La curiosidad
Klein (1921/1981, 1928/1981, 1930/1981) asocia la curiosidad al instinto epistemofílico, o impulso hacia el conocimiento, extremamente importante para el desarrollo emocional y presente en todos los seres humanos. Para la autora, este instinto, activado por el surgimiento de las tendencias edípicas, está de inicio relacionado al cuerpo de la madre, a lo que hay allí dentro, a su capacidad de engendrar bebés. Al niño le interesan estos temas y elabora fantasías e indagaciones sobre ello. Los daños al instinto epistemofílico están asociados a dificultades en el plano emocional. Si la curiosidad natural y el impulso hacia la investigación de lo desconocido encuentran oposición, la posibilidad de entrar en contacto con uno mismo es extremamente perjudicada.
El psicoanalista Bion (1962/1966) denomina ‘Vínculo K’ a la relación que existe entre un sujeto que busca conocer un objeto y un objeto que busca ser conocido. Este puede ser algo o alguien externo, o el propio sujeto, que busca la verdad respecto de sí mismo. Para este autor, la búsqueda del conocimiento depende tanto de la disposición hereditaria del sujeto, como de la relación con la madre. Si esta es adecuada, la ‘rêverie’ de la madre, o sea, su capacidad de soñar y conectarse al bebé, le permitirá a este desarrollar una ‘función K’ – la capacidad de buscar conocimiento. El niño proyecta en la madre sus angustias y sentimientos, y esta ejerce un papel de “filtro”, conteniéndolos, discriminándolos y devolviéndolos al niño de forma que este pueda utilizarlos saludablemente. El acto de conocer se basa, entonces, en aprender de la experiencia, de las frustraciones y privaciones transformadas en pensamientos. Cuando eso no ocurre de forma suficiente, la angustia proyectada en la madre puede ser nuevamente introyectada por el niño como un “terror sin nombre”, lo que dificulta la apertura de un espacio de investigación del mundo.
Vemos que la curiosidad se comprende, según el vértice psicoanalítico, como una función de salud psíquica. Está asociada al impulso natural hacia el crecimiento, pero depende de condiciones ambientales para que pueda manifestarse en su plenitud. Identificamos ya en el bebé pequeño la exploración continua de un mundo a descubrir y consideramos natural que los niños de todas las edades hagan preguntas sobre los más diversos temas.
Cuando se trata de niños adoptivos, encontramos este mismo movimiento de desbravar lo desconocido, al que se añaden indagaciones sobre la historia de su familia de origen genético. A la pregunta “¿de dónde he venido?” se suman muchas otras: “¿por qué no se ha quedado mi madre conmigo?”; “¿he sido amado?”; “¿habré causado la separación?”; “¿he matado a mi madre con mi nacimiento?”; “¿quiénes son mis padres?”; “¿qué ha pasado?”… Explorar este universo del origen expone al niño a situaciones de dolor, a veces de resentimiento, y contacto con un campo lleno de huecos incomprensibles. Por otro lado, esta investigación le permite al adoptado construir de forma sólida un sentimiento de identidad, basado en la realidad. En general, cuando el proceso es exitoso, el dolor es compensado por la estabilidad y la armonía del hogar adoptivo. Al explorar su historia y sus sentimientos, el niño queda libre para explorar el mundo.