Foto: Flávio Pereira

La curiosidad en la adopción: ¿terreno pantanoso o cuestión de salud psíquica?

Anita

Los padres de Anita2 me buscaron cuando ella tenía 9 años, quejándose de importantes dificultades en el aprendizaje y de un comportamiento bastante retraído socialmente. Tardaba en ambientarse, especialmente en situaciones nuevas, las cuales intentaba evitar al máximo. Enseguida me contaron que había sido adoptada, pero que no se lo habían dicho porque creían que “todavía era muy joven para saberlo” y también “porque sufriría mucho”. Había sido adoptada cuando bebé y su inicio de vida había sido difícil, pues lloraba mucho.

Anita era rubia de ojos azules, como sus padres. La apariencia física semejante facilitaba la actitud de no contarle sobre la adopción, visto que era difícil pensar que no tuviera lazo biológico con los padres.

Según la madre, la hija lo tocaba todo, ‘de manera devastadora’. Llegaron a ponerle límites para ello: ella abría todos los cajones, los armarios, “podía hacer un inventario de lo que había en la casa”. Dejaba los rastros de su desenfrenada investigación, pero negaba haberla hecho. Recientemente había sabido que una niña a la que conocía era adoptada y le preguntó “si los padres de la colega le habían contado sobre la adopción”.

Estaba claro que Anita intuía su condición de adopción y que había en ella un ímpeto para la investigación de algo se leía entre líneas y no se podía decir. No era un entendimiento consciente, sino un sentimiento que buscaba espacio para expresarse y que solo podía hacerlo de forma velada.

Nunca había preguntado sobre cómo nacen los bebés, sobre sexualidad. Los padres tampoco habían tomado a iniciativa de hacerlo. Se convirtió en un tema tabú más, cerrado a la exploración. Hablar de concepción, embarazo, les remitiría a toda la familia a la cuestión de la adopción, que era el tema prohibido. A Anita le daba mucho miedo la oscuridad, las situaciones nuevas, lo que cuadraba con el temor a encontrar algo prohibido y peligroso a cada paso. Si no había, de parte de los padres, permiso para explorar, entonces lo desconocido debería ser algo muy asustador. Esa configuración psíquica coincidía con las dificultades escolares. Anita no podía investigar y con eso no podía aprender, y eso se extendía a todas las áreas de su vida.

Definimos el inicio del tratamiento: psicoterapia para Anita y entrevistas con los padres. Como condición para atenderla, les pedí que le contaran lo de la adopción. Yo los ayudaría, a través de nuestras consultas regulares3. Los padres se dispusieron a hacerlo, y el trabajo empezó. Conversamos bastante sobre sus fantasías y temores respecto de la adopción. Tenían mucho miedo a perder a la hija e imaginaban que ella podría rebelarse y “preferir a la madre biológica”. En el fondo, sentían la adopción como un proceso ilegítimo, en función de la falta de consanguinidad. La madre reveló que “siempre había creído que no podría engendrar hijos”, lo que mostraba cuestiones emocionales primitivas importantes respecto de su feminidad. Había sentimientos inconscientes de rivalidad hacia su propia madre, que “se solucionaban” con la renuncia a su posibilidad de ser madre. Por eso temía tanto perder a la hija. La maternidad era sentida inconscientemente como una transgresión. El padre se ubicaba en un papel más coadyuvante. Sucumbía ante las dudas de la esposa, con quien también se identificaba de algún modo.

Cuando se sintió más segura, la madre tomó la iniciativa: a través de un libro sobre sexualidad para niños, introdujo el tema de “cómo nacen los bebés” y le contó a la hija que “ella había venido de la barriga de otra persona” (todavía le costaba decir “otra madre”). Anita lo escuchó todo atentamente, e hizo una única pregunta, emocionada: “pero, ¿todavía soy tu hija?”. Las dos lloraron y se abrazaron, y pudieron reforzar el sentimiento de amor que las unía. La pregunta de Anita calaba hondo en lo que era el mayor fantasma: la posibilidad de disolución del lazo familiar.

En la psicoterapia, fue interesante acompañar el desarrollo de la paciente. De inicio, Anita pasaba varias sesiones arreglando un escenario con los muñecos y los muebles de su casita, pero todos quedaban estáticos, sin historia o movimiento. No osaba soñar, fantasear. Reproducía en el espacio analítico la imposibilidad de transitar por los enredados caminos del conocimiento de sus emociones. Poco a poco ese cuadro fue amainando, y Anita pudo osar hacer experiencias. Los muñecos se transformaron en personajes que tenían vida, historia, conflictos, agresividad, curiosidad. Las puertas se abrían y con eso se abría el camino hacia el desarrollo psíquico.

Al inicio, cuando hablábamos sobre adopción, Anita me miraba como si nos refiriéramos a algo de otro planeta. No sabía qué pensaba al respecto. Era algo distante. Era más fácil conversar a través del juego, de los personajes. Como la terapia se extendió durante años, con el tiempo fue posible hablar más directamente sobre este tema.

En el contacto con los padres, sin embargo, el tema de la adopción poco aparecía. Muchas veces introduje el tema y consideramos lo importante que era que mantuvieran un diálogo abierto con la hija. Cierto día, Anita tomó la iniciativa: le preguntó a la madre por qué necesitaba ir a la terapia, si había otra niña en su clase que era adoptada y no iba. La madre, indignada, le contestó: “Eres una niña como todas las otras. No importa si fuiste adoptada o no. Nunca más volveremos a hablar de eso. ¡Y se acabó!”.

Podemos ver que todavía había mucha resistencia de la madre a encarar sus sentimientos ambivalentes respecto de la adopción. Cuando Anita se aventuró a sacar a colación el tema, la madre nuevamente lo enterró, prohibiéndola de hablar sobre ello. Obviamente la madre ignoraba su resistencia, puesto que cuando me contó el episodio, estaba orgullosa de su reacción: creía que le había asegurado a la hija que no era diferente de los otros. De verdad, como lo muestra Freud (1925/1980), su negativa era el indicio de que, inconscientemente, las diferencias relacionadas a la adopción todavía la perturbaban de modo importante. Para este autor, la negativa puede representar un medio de dejar venir a la consciencia lo que está reprimido, pero que no se acepta, desde que esté precedido por un “no”.

Felizmente, el trabajo analítico con la paciente y la familia se extendió por tiempo suficiente para que estas cuestiones pudieran ser tratadas y mejoradas. Al final del tratamiento, Anita se mostraba más centrada, sin miedo a mostrar lo que sentía y lo que quería saber. Transitaba con más libertad por las diversas áreas de su vida. La madre aceptó empezar un proceso de psicoterapia personal con otro profesional, lo que facilitó mucho su desarrollo y el de su hija. Los cambios también afectaron al padre, que se convirtió en una figura más actuante en el grupo familiar.

2 – Nombre ficticio para preservar la identidad de la paciente.

3 – Pienso que la condición de que los padres le cuenten al hijo acerca de la adopción es imprescindible para que se establezca la psicoterapia. El analista no puede trabajar con el paciente basado en una mentira o en la supresión de una información tan importante.

Gina Khafif Levinzon ginalevinzon@gmail.com

Psicoanalista, miembro efectivo de la Sociedad Brasileña de Psicoanálisis de São Paulo, Doctora en Psicología Clínica-USP, profesora del Curso de Especialización en Psicoterapia Psicoanalítica CEPSI-UNIP, São Paulo, Brasil.