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Violencia autoinfligida: jóvenes indígenas y los enigmas del suicidio

Por otro lado, el misionario estaba en una aldea y algunas personas salieron a buscar la cesta básica; una mujer regresa de manos vacías, muy brava, quejándose, porque no la dejaron llevar la cesta cuyo registro pertenecía al marido. Ella explicó que el marido estaba preso y ella debía llevarle la manutención a los hijos, que eran niños pequeños. No la dejaron llevar los alimentos, y los niños debían esperar hasta que el registro fuese hecho. La mujer desesperada lleva a los niños para la casa de su madre. Al día siguiente, al amanecer, el cuerpo de la mujer es encontrado ahorcado. ¿Esa será una forma de protesta?

Para entender las explicaciones por parte de los indígenas, es preciso comprender el chamanismo, por lo menos en parte. La muerte por suicidio no es obra del muerto, sino un hechizo colocado por algún espíritu del mal, un muerto que deambula o un enemigo; conyugues envueltos en conflictos amorosos pueden atraer el hechizo por envenenamiento. La presencia de iglesias explicaría la idea de posesión que está asociada al hechizo: obra de satanás. Enfermedades mentales también pueden llevar al otro extremo. Todo eso conduciría a la necesidad de retomar la vida familiar conforme el modo correcto de ser – teko porã.

Estudiosos y personas implicadas con la causa indígena concuerdan en que un conjunto de factores debe relacionarse en el esfuerzo de comprender la situación, según ya se ha dicho. Pérdida de vínculos culturales e históricos, abuso y dependencia de drogas y bebidas alcohólicas, problemas psíquicos, abusos sexuales, separación de familiares, aislamiento en la vida social y en la familia (muchos jóvenes sienten vergüenza de los padres alcohólicos), estrés cultural y debilitamiento del sistema de creencias y espiritualidad, son factores de riesgo citados en el estudio del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) y del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA). Sobre los indígenas, encontramos la siguiente afirmación:

Puede asumirse que los jóvenes indígenas de hoy conviven sin apoyo familiar, con amigos efímeros, sin saber cuál es su lugar, viven el día a día sin casi nunca conjugar el verbo en futuro, lo máximo es el futuro más próximo del mañana. Cargan con un trauma humanitario de historias contadas por sus parientes, historias de explotación, violencias, muertes, pérdida de la dignidad, en fin, la historia reciente de muchos pueblos indígenas. Historias cargadas de traumas, atadas a un presente de frustraciones e impotencia. En esas circunstancias, esos jóvenes son el producto de lo que se conoce como una generación que sufre del llamado trastorno de estrés postraumático (TEPT) (Machado; Alcantara; Trajber, 2014, p. 131).

Los políticos, sobre todo los de Mato Grosso do Sul, dicen que los suicidas son los propios culpables: si hay muertes, son ellos mismos que las ejecutan, y no es posible que alguien sea culpado por eso. Otro modo de decir lo mismo es afirmar que “es propio de su cultura”.

Los números de asesinados y de suicidios son apenas la punta del problema. De hecho, son indicadores de una situación que se agrava con el tiempo y ante la cual la búsqueda de soluciones es lenta, hay mala voluntad por parte de los poderes públicos y existe una negación muy fuerte por parte de los actores involucrados en la cuestión. Se involucran factores complejos y delicados, relativos a componentes culturales y sociales. Pero, existe un consenso entre todos los analistas de esa realidad de que la extrema situación de violencia a la que están sometidos esos pueblos puede ser la principal causa del gran número de suicidios. Es probable que ese número esté por debajo de los hechos que realmente acontecen, ya que los datos se refieren apenas a los casos divulgados; las familias ocultan gran parte de los suicidios, por razones culturales y también por considerarlos una enfermedad que mientras más se divulga, más se expande.

No bastó el robo de los territorios tradicionales, las áreas de confinamiento están prácticamente todas atravesadas por autopistas de intenso tránsito. Generan gran número de muertes por atropello, afectando a las personas que viven en los campamentos a la orilla de la carretera. Entre 2003 y 2010, solo en Mato Grosso do Sul, murieron atropellados el mismo número de indígenas que en el resto del país. Los homicidios, suicidios y atropellos son expresiones de la violencia “que es una de las formas de impotencia traducida en acto, del pasaje al desorden cuando el orden no encuentra salidas (Balandier, 1997, p. 243).

El grito Guarani contra la entropía puede ser representado, por un lado, por los suicidios, homicidios, atropellos, símbolos de la negación de una situación desesperanzadora y, por otro, por recuperación de las parcelas de tierras que retoman los tekoha, lugares de vida social, de esperanza, reproducción y fertilidad. Aunque debamos considerar la complejidad de factores que involucran esa realidad, tomando en cuenta que la mayoría de las muertes se deriva de conflictos dentro de las comunidades, los números causan indignación y exigen medidas urgentes, amplias y articuladas, comenzando por la demarcación de los tekoha, lugares del buen vivir.

En el mundo indígena, existen experiencias de suicidio que revelan maneras diferenciadas de lidiar con la cuestión. Cuando Bronislaw Malinovski presentó sus estudios sobre los Trobriandeses de Polinésia, escribió un pequeño libro titulado Crimen y costumbre en la sociedad primitiva, en el cual encontramos un relato en el cual el suicidio es una regla punitiva para el caso de transgresión de la regla de incesto. Hay primos buenos para casarse y hay primos que son hermanos; el muchacho y la muchacha eran primos hermanos, por tanto, consanguíneos, esto es, cuya relación sexual es considerada incestuosa, pero que se apasionaron y se fueron a vivir conyugalmente. El primo al que estaba destinada la muchacha resolvió denunciar la transgresión, se posta frente a la casa donde estaba el matrimonio y pronuncia públicamente la denuncia; a partir de ese momento el castigo debe ser cumplido. Así, el transgresor sale de la casa, vestido como guerrero, sube a la mata de coco más alta y se tira, cumpliendo el rito prescrito.

Darcy Ribeiro registró, en 1950, la historia de Uirá – joven jefe de familia que se desesperó después de que su hijo y otros parientes fallecieran. La historia aconteció en los años de 1930, en pleno Estado Novo, en Maranhão, en las confluencias de los ríos Pindaré, Gurupi y Turiaçu, donde hasta hoy vive el pueblo Kaapor, designado Urubu por el Servicio de Protección al Indio – SPI. Uirá vivía en un ambiente de desahucio, provocado por la enorme mortalidad y por el debilitamiento físico ocasionado por enfermedades llevadas por los “civilizados”, además de una serie de otras condiciones de penuria, y exacerbado por un conjunto de creencias y prácticas mítico-religiosas. En ese contexto, Uirá es considerado un estado de profunda irritabilidad, quedando iñaron; desde que alguien se declara iñaron, es inmediatamente abandonado por todos, permaneciendo en la casa con los bichos y la parafernalia doméstica. La cura se hace después de que el individuo expresa su ira, quebrando postes, disparando o, incluso, cortando la empuñadura de las redes o derrumbando la casa.

Después del ataque de odio, los parientes regresan como si nada hubiese acontecido. Pero Uirá no superó su estado, tornándose cada vez más postrado, triste y deprimido. No estaba apenas iñaron, estaba apiay. Intentó por otras vías superar su estado, pero de nada sirvieron sus esfuerzos. Continuó apiay, pensando en su hijo muerto. Pero tuvo la energía para un último intento, tal como está inscrito en el mito, la leyenda de los héroes que fueron vivos al encuentro de Maíra.

La versión Kaapor de la cosmología Tupi trata a Maíra como algo más que un héroe mítico:

La realidad y actualidad de su existencia hacen de él casi una divinidad. No es concebido como el creador que operó en una era mítica creando el mundo y las cosas, sino como un ser vivo y actuante. Incluso ahora, las hecatombes, las tempestades de toda la vida, concebida como una lucha, es explicada por los indios Urubus a través de la alegoría de un conflicto permanente entre un Maíra padre y un Maíra hijo en que duplicaron al héroe. Aunque no esperen cualquier ayuda de Maíra, ni conciban que se pueda apelar a él o invocarlo, su acción es necesaria y eficiente para mantener el orden cósmico, ahora, como en el tiempo de la creación. […] La tierra es el lugar de Maíra, el cielo es el lugar de su hijo, desde que él fue a encontrarse con su hermano, el hijo Mikura que murió […] Desde que el hijo de Maíra subió al cielo para quedarse con su hermano, está siempre luchando contra el padre: todas esas piedras que se ven por los ríos, montes, quebradas, llanos, fueron casas de Maíra que Maíra-mimi destruyó. […] Cuando había chamán bueno, mucha gente iba para la casa de Maíra; el chamán cantaba, fumaba cigarros grandes, de prisa ellos llegaban (Ribeiro, 1974, p. 20-24).

Así, Uirá decide seguir el camino de Maíra, pintado con las tintas roja y negra de la bija y de la genipa, como enseñó Maíra a los Kaapor. Se vistió con los adornos de plumas, cogió las armas, arcos y flechas, todo como Maíra había enseñado, y agarró una armadura de harina para ofrecer al héroe, diciendo “yo soy su gente, la que come harina”:

Imaginemos a Uirá, magnífico en sus adornos, el cuerpo pintado, la imagen del héroe mítico, armas en la mano, la tensión de quien enfrenta la más terrible provocación expresada en el rostro, en los gestos. Así, debería aparecer ante la mujer y los hijos, ante los ojos de su gente. […] Para los sertanejos maranhenses con quien se iría a encontrar, sin embargo, era solamente un indio desnudo y armado, desnudo y furioso (Ribeiro, 1974, p. 25).

En su camino ellos encuentran haciendas donde viven hombres que portan armas de fuego, protegiendo su propiedad; ciudades en las cuales los moradores se amedrantan con aquella familia desnuda. Uirá es apuñalado varias veces, expulsado y, finalmente, apresado. Entregado al SPI, fue a parar a São Luís, donde la prensa y las autoridades protestan contra las violencias sufridas por la familia Uirá. Cuando van a partir, él y su hijo ven a Maíra en el lugar que debería ser su casa – piedras y un inmenso curso de agua del cual no se alcanzaba a ver la otra orilla. Allá estaba Maíra. Pero Uirá no llegó a casa de Maíra. Cumplió el destino que trazara, en camino a casa, al atravesar el río Pindaré, y por allí permaneció. No pudo ir vivo al encuentro de Maíra, pero fue, porque la muerte también es el camino para encontrar la divinidad.

Lucia Helena Rangel lucia.rangel@uol.com.br

Profesora doctora del Departamento de Antropología de la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo (PUC-SP), Brasil; investigadora en el campo de la etnología indígena; asesora en antropología del Conselho Indigenista Misionário (CIMI), Brasil.