El proceso de Reforma Psiquiátrica tuvo como motor inicial el desmontaje de los manicomios y la invención de nuevos dispositivos de cuidados territoriales para la locura. En ese proceso, surgieron los Centros de Atención Psicosocial (CAPS), con la participación de muchos psicoanalistas, acogiendo y tratando con modos verdaderamente potentes a aquellos que hasta entonces solo habían tenido como destino los largos períodos de internamiento psiquiátrico, además de permitir una intervención que transformó en muchos aspectos el modo como la polis comprendía la locura. Sin embargo, consideramos que este proceso tan solo está en una fase inicial de su trayectoria, con un largo camino por ser recorrido y con innumerables desafíos por delante.
Sabemos que, además de la locura, otros modos de existencia y de sufrimiento han tenido (y aún tienen) los mismos destinos que los locos, pero, en instituciones que, a priori, no estaban bajo la cobertura de los cuidados de la psiquiatría manicomial: leprosorios, asilos para tuberculosos, personas con SIDA, prisiones, refugios para niños abandonados, entre otras destinadas a aquellos apartados de la convivencia en la ciudad. No obstante, comprobamos, durante un largo trabajo clínico con diferentes poblaciones (entre ellas los adolescentes que cumplen medidas socioeducativas), que las institucionalizaciones de esos sujetos se dan en ese proceso como efecto de saberes que operan en una misma lógica discursiva y que son promotores de segregaciones, sea a través del confinamiento de sujetos en instituciones cerradas, sea a cielo abierto, e incluso, en los propios servicios de atención psicosocial.
Comprobamos, incluso, que actualmente los sujetos considerados extraños en la ciudad, o sea, aquellos que ponen en cuestionamiento los valores morales y legales de la ciudad, así como, las fantasías atravesadas por los ideales del buen vivir, a partir de sus comportamientos, frecuentemente los sujetos psicóticos y/o los consumidores de drogas, permanecen como objeto del encarcelamiento en las instituciones con base en saberes –fundamentalmente, el saber jurídico- , que ejercen su poder de control, algo ya descrito por Michel Foucault como el biopoder, en su libro, Historia de la Sexualidad I, La voluntad de saber.
Este biopoder, sin la menor duda, fue el elemento indispensable para el desarrollo del capitalismo, que solo se sostiene a costa de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y por medio de un ajuste de los fenómenos poblaciones a los procesos económicos (Foucault, 1988, p. 132).
Jacques Lacan, psicoanalista que realizó un importante retorno a la obra de Freud, ya señalaba, en su breve discurso a los psiquiatras, de 1967 (al abordar la formación de los psiquiatras de su época), que el saber psiquiátrico es tan solo un saber más dentro de la serie de saberes que opera a partir de la misma lógica de los saberes que buscan el control de los cuerpos en la ciudad y que, en ese caso, responde por los efectos de segregación. Lacan nos dice que hay otros discursos bien construidos, y que surgen en las formaciones (humanistas, muchas veces) como un verdadero desfile de circo, corriendo uno detrás del otro y que nada quieren saber de aquello que concierne al sujeto del inconciente.
En el campo de los discursos que se pronuncian en la ciudad se da una segregación (concepto que incluye el término institucionalización como uno de sus efectos, pero que también está más allá de estos efectos), no solo a través de las instituciones que “acogen” a estos sujetos (instituciones hospitalarias, de cumplimiento de medidas socioeducativas, refugios de asistencia social etc.). O sea, anterior al proceso de institucionalización de esos sujetos en lugares específicos, la segregación se da a través de aquello que se dice sobre ellos y a través de saberes ya existentes que sirven más para el control de sus cuerpos en el medio social, que para acogerlos en sus singularidades. Queremos decir con esto que se da una especie de etiquetamiento por parte de los operadores de esos saberes existentes, para que, a través de sus rótulos, los fijen cada vez más en determinadas nomenclaturas que los segregan y les atribuyen una especie de esencia, como si el mal localizado en sus propios cuerpos por esos saberes constituyese el ser, una especie de esencia de los mismos, impidiéndoles posicionarse en el mundo a través de otras posibilidades de relaciones sociales y potencias de vida.
En el caso de los adolescentes en conflicto con la ley (considerando que el conflicto con la ley no es una especificidad solo de esos adolescentes, sino de todo sujeto neurótico), se habla mucho en las políticas públicas sobre la necesidad de ofrecer una escucha en diferentes puntos de las redes, desde los CAPS, refugios, consejos tutelares, CREAS (Centro de Referencia Especializado de la Asistencia Social), hasta las instituciones del DEGASE (Departamento General de Acciones Socioeducativas). Mientras, en la práctica comprobamos que esa escucha se restringe a una revisión de los presupuestos sobre sus vidas, y se busca apenas atender sus necesidades sociales más inmediatas y las supuestas carencias socioafectivas, sin que se le escuche en serio a cada uno. A partir de tales escuchas, se marcan los cuerpos con nuevos significantes que van desde el saber pseudocientífico del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) hasta los variados entendimientos socioasistenciales, esto cuando no les llenan los cuerpos con ansiolíticos ante sus comportamientos transgresores (práctica que todavía es común en muchas instituciones del DEGASE).
Lo que no es común en todas esas prácticas es encontrar alguna escucha, a partir de la transferencia1, que pueda hacer responsable al sujeto sobre su destino (obviamente, diferenciando la idea de responsabilidad de la idea de culpa, o sea, que él pueda decidir un poco más sobre su destino sin quedarse fijado a las marcas estigmatizantes presentes en su vida), una escucha mínimamente clínica que pueda poner en juego aquello de la orden de lo inconciente, por tanto, aquello que constituye la vida subjetiva de cada uno y que, muchas veces, trae consigo las marcas estigmatizantes que les fueron impuestas a lo largo de su historia. Cada sujeto puede resignificar esas marcas conociendo de ellas, produciendo nuevos modos de nombrarse más allá de las etiquetas mencionadas.
La ciudad toma a esos sujetos que le resultan “extraños” –sus operadores institucionales, responsables de ofrecer innumerables intervenciones, incluyendo los que deberían garantizar alguna escucha clínica en los servicios a cargo de las medidas socioeducativas (la red DEGASE)- prefiriendo eliminarlos y tomarlos como objetos de procesos judiciales en lugar de, justamente, escucharlos respecto a sus dimensiones extrañas, las que rompen con aquello que supuestamente se rompe con las leyes y el lazo social. Escuchar lo extraño puede comprenderse como la escucha de un saber inconciente, o sea, aquello que es extraño a los propios sujetos y que permanece inconciente. Eso extraño, en un proceso de tratamiento, reaparece para cada sujeto en la relación con aquel que lo escucha y le brinda la posibilidad de experimentar nuevas formas de estar en el mundo, en relación con los demás sujetos en la medida en que comienza a saber sobre las marcas que lo constituyen.
Sobre este hecho de que debemos escuchar, podemos retomar a Freud (1919) en su texto El extraño (Das Unheimlich), donde se refiere a la extrañeza presente en todos nosotros, que se relaciona al material que fue reprimido y retorna a la conciencia. Podemos decir que esas marcas que los hacen extraños para la ciudad también son extrañas para ellos mismos, y el proceso analítico permite que se desprendan esas etiquetas provenientes del campo social.
Freud también se referirá a ese fenómeno, en que una dimensión extraña (íntima y familiar al mismo tiempo) emerge, como a la presencia de un doble que produce un terror del que nada queremos saber. En ese sentido, haciendo una transposición de la experiencia analítica para servirnos de un hacer en el campo social, nos preguntamos: ¿qué despiertan esos casos, en especial los adolescentes que están en conflicto con la ley y, más específicamente, los consumidores de drogas y psicóticos, en quienes viven en la ciudad?
Esos sujetos “extraños para la ciudad”, considerados como sus restos, permanecen institucionalizados y distantes del espacio de la polis, pues traen consigo, en su dimensión de extrañeza, algo de lo que evitamos darnos cuenta: comprobamos que, marcados por el estigma, sin que se puedan reconocer de otro modo, repiten de modo inconciente en sus comportamientos, las marcas (las llamadas etiquetas) que les son impuestas desde los primeros años de vida. Podemos citar un circuito de producción de esos “extraños para la polis” conformado por escuelas que los expulsaron, familias violentas que los empujaron hacia las calles, servicios de salud negligentes, consejos tutelares que no los acompañaron de forma adecuada. Es la propia polis, cuando intenta controlar a los extraños, que reafirma, a través de sus saberes, la extrañeza presente en sus vidas, fijándolos a ese lugar de ser peligrosos para el proceso civilizatorio.