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Devenir adolescente: el cuerpo como escenario

Escenarios clínicos

Julia, 13 años, “Me haría bullying a mí misma”, “No me soporto, me veo gorda, fea, no quiero comida en mi vida”, “Ayer ya vomitaba sangre, mis padres me retienen una hora sin ir al baño para controlar el vómito, entonces al pasar más tiempo cuesta más, lastima, sangra”, “Sólo a la madrugada cuando estoy vacía me siento un poco bien”, “Por cada caloría, un abdominal, es la única manera de mantener el control”, “Ni mi propia saliva tolero tragar, el agua me hincha”. El cuerpo es por entonces, – quizás más que en otros momentos vitales – un indiscutible e impiadoso teatro de verdad.

“Busco en las redes, ya no sé lo que busco. Me rayo la piel, ni lo ven. No ven nada, mis padres no ven nada”.

Un padecimiento que en la familia de Julia no es inédito, como si se tratara del ADN de su entorno más cercano. El lugar de culto que tenían los alimentos, la nutrición y los hábitos alimentarios en esta familia, desbordaba los cauces de lo imaginable.

Julia vivía esclavizada por un estado de insatisfacción permanente que le quitaba las ganas de vivir. Frente al espejo distorsionaba cada día más su autoimagen corporal, vulnerándola más de lo que ella misma resistía. La búsqueda de controlar el estallido puberal contrarrestando con abdominales, vómitos y un recuento sin pausa de calorías ingeridas estresa y excede los recursos de la familia para contener tanto desborde. Allí deciden consultar.

Escenario II

Noel, de 17 años comenta en una de sus primeras entrevistas: “Lo único que nunca me voy a tatuar son nombres, te atan, te quitan libertad, te alienan”. “Salvo las iniciales de mis hermanos en la Cruz del Sur, eso a morir…”, “Cada vez me seduce más elegir mis tatuajes. ¿Te muestro?, ¡este lo dibujé yo!”.

La piel como superficie despejada es adoptada como pizarra ideal para alojar marcas significativas que los singularizan. Cabe una distinción entre los tatuajes y las autolesiones cutáneas a las que se refería el relato de la viñeta anterior.

En el tatuaje, tiene cierta pregnancia el contenido de la inscripción indeleble e irreversible, mientras que, en las lesiones en la piel, a las que aquí nos referimos, la acción de cortarse es más relevante que la huella que deja. Sin letra y de efímera duración, el rayarse lastima la piel generando un goce autoerótico masoquista. Al ser uno mismo quien ejecuta el corte, coinciden en un único acto sujeto y objeto, actividad y pasividad, aspectos sádicos y masoquistas (Mauer; May, 2015, p. 5).

Con cabellos coloridos, piercings y una jerga lingüística singular, Noel marca tanto su pertenencia al grupo social con el que atraviesa la turbulencia adolescente, como la necesidad de confrontar y mantener distancia de sus padres.

Escenario III

Pía, 14 años, busca con una ansiedad anárquica encontrar, a partir de un rasgo físico, a su madre biológica. Pía no logra apaciguar el malestar que le produce no poder responder el interrogante que la acosa desde muy pequeña. Por qué quien la engendró y le dio vida en su vientre, decidió soltarla, darla en adopción. Un esclarecimiento sensato y transparente no amainó su impotencia desesperada. Inundada de culpa por el amor y el cuidado que recibe de sus padres, amordaza su empecinada búsqueda. Anegada en tal desasosiego, Pía vive atrapada.

Imagen I

Su adolescencia recrudeció esta encrucijada vital. En la necesidad de construirse un pasado, para ir hacia adelante – como decía Aulagnier – Pía calla la pregunta que reaparece en la necesidad de cortarse. Quizás escenifica en la piel cortada su vivencia de imposibilidad de sutura.

Algunas de las representaciones gráficas que plasma en el papel expresan con elocuencia su padecer. Insisten en las sesiones dibujos de ojos perdidos, ensangrentados, ojos sueltos, solos.

Imagen II

Imagen III

Hay una marca física muy llamativa en sus ojos que, en su fantasía, es la clave del posible re-encuentro con la mirada de aquella mujer que la dio en adopción.

Sueños recurrentes donde Pía aparece multiplicada en una representación gemelar evidenciaron una transacción secreta en la que podía encontrar paz: duplicarse a ella misma. Dos colores de ojos, ¿dos miradas?, ¿dos madres?

Sus ídolos por entonces eran un par de gemelos músicos, mediáticos, con quienes se acompañó con fanatismo extremo durante estos años de travesía adolescente.

Su sensación de extravío se manifiesta también en sus vínculos sociales, donde plantea dificultades de arraigar en un “entre amigos”. Migra sin poder afianzar lazos consistentes.

Imagen IV

Escenario IV

“Obvio que en mi fiesta de egresados voy a estar con todos. Le doy a casi todos y con el grupete de las chicas, si pinta, obvio que también”, “Ahí la rompemos, con quién quieras vas al frente.”1

Apelan a recursos protésicos que refuerzan su sensorialidad. El alcohol es el combustible adicional para relajar la censura y desinhibirse. ¡Pero ya no alcanza! El uso de marihuana en esa búsqueda de vuelo y plus de placer resulta hoy algo casi natural. El uso de drogas sintéticas, pastillas que energizan y potencian la resistencia para bailar la noche entera en una fiesta electrónica, se ha incrementado también.

El manifiesto es claro, explícito y concreto. Con sus actos, los jovencitos cuestionan prejuicios, convenciones y estereotipos de época. Sin libreto prefijado ni elecciones de género disyuntivas e inamovibles, los adolescentes migran errantes por una multiplicidad de variantes en relación a los encuentros sexuales.

Quedaron muy atrás los tiempos en que la sexualidad se organizaba al servicio de las relaciones reproductivas. Hoy podemos aventurar también que las experiencias iniciáticas de la sexualidad no están asociadas ineludiblemente a la experiencia amorosa. Afecto y sexualidad no necesariamente andan juntos. Se han desenlazado, despegado del ideal romántico de la modernidad; palpitan y cobran sentido en la inmanencia del encuentro.

Durante el primer tramo adolescente, las experiencias pasionales son efímeras, fugaces, es decir, son comportamientos más afines a la “lógica conectiva”, de hacer contacto con otro sin expectativas de armar un vínculo con continuidad en el tiempo. Incluso, tienen un sesgo grupal y público en tanto dentro de un mismo colectivo van rotando los protagonistas que se aparean ocasionalmente, previo consentimiento de los miembros del grupo que ya pasaron por la experiencia. Aun así, en la vida social adolescente conviven la actitud desprejuiciada con cuestionamientos de aquello que ellos mismos reivindican: “Ayer fue cualquiera, – reflexiona Lucía – J. se cogió a tres en la fiesta de Halloween, con media hora de diferencia, y una era H. que es la ex de su mejor amigo con el que acaba de cortar”.

En un trabajo anterior referido a las itinerancias en las sexualidades adolescentes sugerí que es la mirada adulta la que califica de precoz la sexualidad adolescente. La metamorfosis puberal ocurre en una «zona de frontera» en la que aún irrumpen aspectos polimorfos de la sexualidad infantil.

La hipótesis allí planteada era que el perfil que presentan las adolescentes en la actualidad es el de un pseudo-desprendimiento de la dependencia adulta, un “como sí”. La serie de excitaciones y la satisfacción no están asociadas en este momento vital al encuentro genital con un otro. Son torpes en su trato, en sus búsquedas, y les cuesta regular o dosificar intensidades. Las fallas en la represión se expresan en su accionar. Ciertos baluartes que ostentan y naturalizan entre sus hábitos como, por ejemplo, el acercamiento sin filtro a la sexualidad son, curiosamente, comportamientos propios de la infancia. La exploración del cuerpo, el tocarse, el posar y desfilar frente al espejo arman la coreografía con la que se baila la sexualidad infantil, aquella que Freud definía como disposición perverso polimorfa (Mauer, 2013).

1 – Coincidiendo con la finalización de la vida escolar, los festejos habilitan y estimulan a quienes se gradúan a tener durante esa noche encuentros eróticos (“chapar”, “transar”) sin más restricciones que las que en ese momento deseen. La idea es que saldan así los “pendientes” de los años compartidos en el grupo
Susana Kuras Mauer susimauer@gmail.com

Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Miembro titular en Función Didáctica y especialista en Niñez y Adolescencia de la Asociación Psicoanalítica Internacional y de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA). Profesora Titular de la Maestría de Pareja y Familia del Instituto Universitario de Salud Mental – IUSAM, Argentina.