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Infancia Mapuche: perspectivas del sufrimiento psíquico ante la violencia estructural del neoliberalismo en Chile

Infancia Mapuche asediada: vicisitudes identificatorias frente a la violencia social

Para un niño sus padres, luego la familia y la comunidad que habita, encierran todos aquellos vínculos de amor y referencias identificatorias fundamentales para la constitución del yo, pues es el espacio donde se encuentran aquellos objetos amados por excelencia en tanto aquel yo en constitución se enriquece con las propiedades del objeto, pues éste, en palabras de Freud (1921), se ha puesto en el lugar del ideal del yo, lo que influye sobre el ejercicio de examen de realidad del niño. En el caso de este difícil intercambio cultural, la infancia se ve seriamente amenazada cuando el sujeto se avergüenza y oculta esa identidad que lo representa y constituye al percibir aquella otra dimensión de la violencia que margina y desprecia aquellos referentes que al sujeto Mapuche lo identifican como tal. Aquél universo de identificaciones entregado por sus padres y comunidad someten al niño a una tensión subjetiva difícil de resolver, pues en aquellos elementos que conforman el ser Mapuche, que lo ubica en un linaje y los hace parte de una familia y comunidad, es también lo que el otro desprecia y lo vuelve objeto de diversos niveles de agresión en todo espacio por los que el niño circula por fuera de su entorno familiar y comunitario.

Walters (2007) destaca que la causa principal de sufrimiento indígena es el dolor de trauma histórico y en particular el trauma de colonización, el cual se experimenta tanto a nivel individual como colectivo. Entenderemos lo anterior como aquello de la historia traumática de los pueblos originarios que no ha podido ser metabolizado y se ha vuelto un elemento de transmisión psíquica entre las generaciones. Ampliamos el concepto de trauma histórico para incluir la noción de daño ambiental, debido a la relación especial que los pueblos indígenas experimentan con su territorio. En este punto, observamos la violencia de la usurpación del territorio y el desplazamiento forzado como un aspecto principal por medio del cual se ha ejercido violencia durante siglos y que en la actualidad persiste, lo cual, en tanto daño reiterado impide ser elaborado pues nunca se constituye como un a posteriori.

En este contexto y a modo de ilustración, cabe señalar el desplazamiento forzado de las comunidades Mapuche–pehuenche del sector de Alto Biobío para la construcción de dos represas hidroeléctricas durante la década de 1990 y 2000, que tuvo por efecto la inundación de territorio ancestral, incluidos sus cementerios y el desplazamiento forzado de comunidades Mapuche que habitaron el territorio durante siglos. Junto a lo anterior, se incorporaron al territorio trabajadores Huinca (chilenos) y la posterior construcción de nuevos pueblos e instalación de escuelas para niños del sector, lo que intensificó el proceso de aculturación al que las comunidades se vieron expuestas. Entenderemos por aculturación al fenómeno descrito como “el conjunto de fenómenos que resultan de un contacto continuo y directo entre grupos de individuos pertenecientes a culturas diferentes y que conducen a transformaciones que afectan a los modelos culturales originarios de uno o de los dos grupos” (Devereux, 1972, p. 204). A modo de ilustración respecto del impacto que este proceso originó en las comunidades Mapuche, cabe señalar que en la década siguiente (2000) se registró un aumento del 150% en la tasa de suicidios de niños y adolescentes en la región.

Resulta de importancia fundamental considerar las resistencias que las comunidades Mapuche han manifestado respecto de este proceso de aculturación, que desde el punto de vista de Devereux (1972) estaría asociado con la alta valoración del pueblo Mapuche respecto de las prácticas de sus antepasados, a venerar sus prácticas y su relación con el territorio porque son ancestrales. Por consiguiente, desde tal perspectiva cualquier cambio, sean cuales fueren sus ventajas o desventajas, es siempre considerado como negativo en tanto imposición por parte de la cultura, debido a que el acto de imponer da cuenta de una relación de dominio y sometimiento, lo que en sí mismo es significado como un ejercicio de violencia.

Las resistencias descritas, basadas en el anhelo de singularidad étnica y el de autonomía cultural, se sostiene principalmente en los vínculos libidinales entendidos como aquellos vínculos de amor que sostienen a los sujetos de una comunidad y que lo movilizan a rechazar todo aquello que represente una amenaza a la cohesión, aún cuando formar parte de aquella colectividad pudiera significar una pérdida de privilegios para quienes la componen, es decir: evidentemente la masa se mantiene cohesionada en virtud de algún poder. ¿Y qué poder podría adscribirse ese logro más que al Eros, que lo cohesiona todo en el mundo? En segundo lugar, si el individuo resigna su peculiaridad en la masa y se deja sugerir por los otros, recibimos la impresión de que lo hace porque siente la necesidad de estar de acuerdo con ellos, y no de oponérseles; quizás, entonces, por amor de ellos (Freud, 1921, p. 88).

Así como en lo individual, también en lo social ocurre que, por efecto de identificación a la comunidad, aquel colectivo crea un sentimiento de unicidad del sí mismo, como aquel deseo de preservar su integridad, “se expresa comúnmente en la forma de un anhelo de singularidad étnica y de autonomía cultural” (Devereux, p. 211. 1972). Ahora bien, el fenómeno de la resistencia también debe vincularse a la identificación como mecanismo dominante de adaptación social, donde todo lo integrado en la más tierna infancia es considerado del orden de lo bueno y lo justo, es decir, parafraseando a Devereux (1972), el niño construye su propio rol y su propio status a partir de este modelo de comportamiento del grupo interno.

En este sentido, seguimos a Freud (1913) cuando plantea dos contenidos de transmisión que se oponen; por un lado, el constituido por objetos simbólicos, y por el otro, las adquisiciones culturales que organizan el narcisismo. Por un lado aquellas prohibiciones que constituyen tabú y organizan la vida psíquica de las generaciones, y la segunda, cuyo soporte es el aparato cultural y social que asegura la continuidad de la tradición de generación en generación. La hipótesis principal de Freud es que “esas dos vías se encuentran para formar la extensión psíquica de la cultura y la inclusión de lo social en la psique” (Kaës et al., 1996, p. 56). Un niño Mapuche como cualquier otro niño nace dentro de una familia, donde junto con recibir cuidados básicos para sobrevivir, recibe un nombre que lo inserta en un linaje particular que, por cierto, guarda relación con la historia de sus padres. Adquieren una lengua y se les transmite cómo se perciben, se piensan y se hacen las cosas, es decir, un modo de ser en el mundo, y de este modo se ubica en el espacio social, que es la promesa de todo contrato social, y así se va constituyendo una identidad que se mantiene a lo largo de la vida. Pero es necesario que aquello con lo que el niño se identifica tenga también valor en la sociedad en su conjunto. Al respecto, Freud (1914) da cuenta de los fundamentos narcisistas implicados en la transmisión psíquica y lo plantea como un apuntalamiento mutuo del narcisismo del niño y del narcisismo parental. Esto da cuenta de la noción de un sujeto dividido entre la exigencia de vivir para sí mismo y, a la vez, constituirse como sujeto del conjunto. Lo que Aulagnier (1975) definirá como contrato narcisista entre el niño y el conjunto del que es miembro. La infancia entendida como la dimensión original del hombre, nos remite a un origen constitucional que a la vez es porvenir en tanto soporte de las proyecciones narcisistas de generaciones anteriores. Precisamente, la apropiación de aquello que se transmite entre generaciones serán aquellos elementos con los cuales el sujeto contará para identificarse a un grupo y un linaje particular, es decir, esta apropiación es efecto del deseo del otro, por el objeto del otro. La vertiente de la presión por transmitir, que pertenece al colectivo y de la que el grupo es intermediario, tiene como correlato la vertiente del deseo individual de apropiarse algo del otro, constituyendo correlativamente al otro y al sujeto (Kaës et al., 1996, p. 64).

José Ignacio Schilling Richaud joseignacio.schilling@gmail.com

Mestre em Psicologia Clínica por la Universidad Adolfo Ibáñez (UAI), Chile. Psicoanalista en formación por la Sociedad Chilena de Psicoanálisis (ICHPA). Director Clínico e socio fundador en Aperturas Clínicas - centro de investigación y tratamiento de la infancia con problemas.