En las últimas tres décadas, el trastorno bipolar infantil, aunque no sin controversias, se convirtió en tema de discusiones y pasó a ser un diagnóstico ampliamente utilizado. De acuerdo con un estudio realizado por Blader y Carlson (2007), mientras que en 1996 pocos niños eran considerados bipolares en Estados Unidos, en 2004 este trastorno se volvió el más frecuente en la infancia. Seguidamente, una afección, que hasta mediados de los años 80 no era discutida en el ámbito de la psiquiatría infantil, pasó a alcanzar gran popularidad en los últimos años. Esta patología, sin embargo, no ha sido la única cuya expresión ha ganado visibilidad actualmente en el campo de la infancia. El número de niños que pueden clasificarse como portadores de una enfermedad mental se ha duplicado entre 1970 y 1990 según datos de la British Medical Association (Timimi, 2010). Frances (2013), coordinador de la fuerza de trabajo del DSM-IV1, indica que este manual diagnóstico ha provocado al menos tres epidemias no previstas: el trastorno bipolar, el trastorno del déficit de atención e hiperactividad y el autismo. Mientras los dos últimos tienen como objetivo principal la infancia, el trastorno bipolar, aunque no originalmente relacionado a esta franja de edad, se expandió a edades cada vez menores.
Ante este cuadro, el objetivo de esta exposición es investigar la expansión del diagnóstico de trastorno bipolar hacia la infancia, buscando delinear el contexto más amplio, tanto de la infancia, como de la psiquiatría, en que esta patología pasó a ganar visibilidad.
De entrada, es importante especificar la referencia epistémica de este artículo. A diferencia de una perspectiva naturalista – también llamada empirista, objetivista o positivista – que considera lo normal y lo patológico según un fundamento racional valorativamente neutro (Gaudenzi, 2014), nos basamos en la visión normativista sobre lo normal y lo patológico.
Bajo el sesgo naturalista – al defender una anterioridad lógica del hecho sobre el valor – el «descubrimiento» reciente del trastorno bipolar infantil sería entendido como consecuencia de una mayor precisión, un perfeccionamiento en la detección de ciertas patologías. Desde el punto de vista de una perspectiva normativa la discusión en torno al trastorno bipolar infantil nos obliga a articular dos objetos de estudio: la infancia y la psiquiatría. Esto porque, desde esta perspectiva, el contexto epistemológico es indisociable de un contexto más amplio, histórico-cultural.
La referencia epistémica de este escrito es justamente el normativismo, que tiene como precursor a Canguilhem (1995)2. Desde este punto de vista, el auge del trastorno bipolar del humor infantil debe ser examinado en correspondencia con un contexto histórico-social en donde determinados valores designan aquello que se concibe como norma y desvío en la infancia.
Siendo así, este diagnóstico aumentó en el contexto de una determinada manera de hacer psiquiatría infantil y de entenderse la infancia. No se trata sólo de una relación de causa y efecto, sino de una influencia en dos sentidos: mientras la psiquiatría se vincula a cierta noción de infancia, ella también la crea de manera performativa. Empezamos investigando las mutaciones sufridas por la noción de infancia, enfatizando el estatuto que ésta tiene en los días de hoy.
Las diferentes infancias
La infancia, entendida como una entidad separada de lo adulto es, de acuerdo con Ariés (1987), una invención moderna. Como nos apunta el autor, hasta la Edad Media, por ejemplo, no existía el sentimiento de infancia, o sea, no se reconocía la particularidad infantil: las prácticas de infanticidio para control natal, así como de abandono infantil, eran comunes en ese período. Es importante resaltar que la idea de un descubrimiento de la infancia es criticada por algunos autores (Wells, 2011; Elías, 2012). Las críticas están dirigidas principalmente a la valorización excesiva de Ariés en lo que concierne a una «ausencia de la idea de infancia» en la Edad Media. Sin embargo, hay cierta concordancia en que, antes del siglo XVII, la visibilidad e idiosincrasias atribuidas a este período de la vida eran menores. En ese sentido, aunque no es posible asegurar un «descubrimiento de la infancia», se puede hablar de un proceso en que el niño adquiere diferentes papeles en la sociedad.
En la modernidad, el niño alcanza el papel de una entidad que debe ser ilustrada para convertirse en un adulto, hecho correlacionado con el nacimiento de la escuela como medio de educación. Él deja de estar – tanto física como conceptualmente – mezclado a los adultos, siendo llevado a la escuela, que funciona como una especie de cuarentena, para que posteriormente pueda participar del mundo social adulto. De esta forma, el niño se convierte en algo que se debe cultivar y educar y no simplemente modelar a la fuerza. Para usar los términos de Rose (1990), se convierte en un «ciudadano potencial». Se nota que la asociación de la niñez a un estado que debe ser superado para que el niño devenga adulto remite a una lógica que privilegia el desarrollo, lógica que, como veremos más adelante, es importante para la psiquiatría del siglo XX. La infancia, por lo tanto, se ha convertido en objeto de cuidado y mirada atenta, principalmente, en cuanto a las posibilidades de que se produzcan desvíos respecto al desarrollo normal, siendo el papel de la psiquiatría mapear estos desvíos, para tratarlos. Este proceso alcanza su cúspide a partir de la primera mitad del siglo XX, cuando la especificidad de la infancia es estudiada por el psicoanálisis, la psicología, la pedagogía y la psiquiatría.
Ante este cuadro, se configura el escenario que Nadesan (2010) denomina “infancia en riesgo” (p. 3): los niños, sobre todo, de las clases más altas de la sociedad, se convierten en riesgo en el campo educativo, cultural y ambiental, requiriendo cuidado parental y de instituciones apropiadas desde la primera infancia. Con el creciente alarde en torno a la vulnerabilidad de este grupo etario, una serie de profesionales se establece como detentadora de saber sobre los niños.
Este escenario se fue reconfigurando significativamente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y principalmente en el siglo XXI, lo que coincide con una reconfiguración del papel social de la infancia. La generalización de una economía de mercado basada principalmente en el neoliberalismo, de acuerdo con los autores, obligó a repensar la cuestión del riesgo en la infancia. Este nuevo escenario político-económico influenció de manera clara la forma de gobernar la infancia: la política de protección se convirtió en política de derechos. El énfasis recayó en la importancia de reconocer la agencia del niño en la constitución de su mundo social y cultural (Wells, 2011). O sea, el niño, además de ser protegido, también pasa a ser entendido como un actor social de derechos.
También se pudo apreciar esta reconfiguración a través de los estudios sociales en torno al niño. Según Prout y James (1997), la historia de los estudios sociales del niño está marcada por el silencio en relación al niño. Los estudios basados en la teoría de la socialización de Emile Durkheim, que abordaron la infancia sólo como un campo sobre el que los adultos practican una acción de transmisión cultural, dieron lugar a perspectivas de asimilación cultural, o de interacciones sociales con significado. Aunque no haya un acuerdo sobre los destinos de la sociología de la infancia, hay, al menos, un consenso: la «nueva» sociología de la niñez, a groso modo, tiene como objetivo dar voz a la infancia, evitando que esta sea pensada estrictamente en relación a la familia y negativamente en comparación con los adultos.
La nueva matriz teórica de los estudios sociales de la infancia ha ayudado a superar la idea de un modelo naturalista de socialización y ha desencadenado críticas en relación a la noción de desarrollo universal y linear: en vez de concebir al niño como un modelo universal, este pasó a ser pensado como un intérprete competente del mundo social. En la misma dirección, Castro (2013) afirma que la lógica desarrollista, presente tanto en la psiquiatría, como en la sociología de la infancia en el siglo XX, fue desplazada, dando lugar a las nociones de agencia y competencia. Mientras la noción desarrollista buscaba enfatizar la diferencia entre el adulto y el niño, la nueva sociología de la infancia «intenta minimizar la diferencia, para concebir a adultos y niños igualmente competentes en su aquiescencia respecto al sistema.» (Castro, 2013, p. 20). Desde una perspectiva normativista, si pensamos lo normal y patológico como aspectos indisociables de un contexto más amplio, estas reconfiguraciones de la noción de infancia se dan de forma paralela a los cambios en el campo de la psiquiatría infantil. Seguimos, entonces, con una breve incursión en la historia de esta especialidad (o subespecialidad) médica.
2 – Canguilhem intentó afirmar la contribución del análisis filosófico en lo que concierne a conceptos médicos principalmente en el ámbito de lo normal y de lo patológico. Décadas después de la publicación del trabajo de Canguilhem, una literatura filosófica, principalmente anglosajona, tomó cuerpo y asumió el desafío de dar continuidad a la problemática concerniente a la definición de los conceptos de salud y enfermedad.