Foto: Gustav Klimt

Más allá del patriarcado: la niñez y la maternalidad en Nietzsche

Transvaloración nietzscheana de la niñez

En la parodia del cristianismo titulada Así habló Zaratustra, el niño es uno de los protagonistas. Esto es significativo sobre el telón de fondo del programa nietzscheano de la transvaloración de todos los valores. Lejos de ser solamente la representación de lo aún-no-adulto, de lo todavía-no-mayor-de-edad, a juicio de Nietzsche (1883-1885/2007, p. 51) “Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”. En el discurso “De las tres transformaciones” (Ibid., p. 49-51) el espíritu debe transformarse en camello para aprender a soportar las cargas; en león luego, para romper con el deber impuesto desde fuera y contra sí mismo; por último, es preciso que el león devenga niño, pues éste es capaz de hacer algo que el feroz león no puede: crear lo nuevo. El niño es el auténtico ateo, la encarnación de una nueva inocencia. En “La más silenciosa de todas las horas” (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 214), Zaratustra afirma:

Entonces algo me habló de nuevo sin voz: “Tienes que hacerte todavía niño y no tener vergüenza. […] El orgullo de la juventud está todavía sobre ti, tarde te has hecho joven: pero el que quiere convertirse en niño tiene que superar incluso su juventud”.

El profeta del superhombre llama a abandonar el infantilismo (psíquico) que nos mantiene atados a los tutores que pretenden sustituir nuestra consciencia moral, pero esto no implica abandonar la niñez de modo absoluto. La libertad se asocia a la superación de la deuda/culpa y de la vergüenza. El niño es el creador que ríe (como Eros), por lo cual no es aventurado asociarlo con la víctima del desprecio sacerdotal denunciado más adelante, cuando Zaratustra habla “De las tablas viejas y nuevas”: “Al creador es al que más odian” (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 293). El odio al creador ocupa la cúspide del desprecio de los que se creen los buenos y los justos. La creación no admite mezquindad: es sólo en la medida en que uno sea capaz de dar, es decir, de darse a sí mismo sin esperar una retribución, que Zaratustra considera lícito tener un hijo. Ocurre que, al igual que toda creación, es difícil pro-crear. Zaratustra parece decirnos que la mayoría de la gente sólo se re-produce, en el sentido de que se busca producirse a sí misma de nuevo: sus gustos, sus hábitos y sus pensamientos. Y así, en lugar de pro-crear se repite. Moldear a las crías a imagen y semejanza del guía es la tentación a la que no puede resistirse Dios, y a la que sólo muy difícilmente escapan padres, docentes, gobernantes y analistas. La secreta tentación del educador es jugar a ser Dios (ese Dios que poco tiene de “juego”, en sentido nietzscheano), imponiendo el propio ideal a costa de sepultar el deseo del otro.

En un mundo en el cual el desierto crece, Zaratustra se siente un nómade en todas las ciudades y una despedida en cada puerta:

Desterrado estoy del país de mis padres [Vaterland] y de mis madres [Mutterland] (…) Por ello amo yo tan sólo el país de mis hijos [Kinderland], el no descubierto, en el mar remoto: que lo busquen incesantemente ordeno yo a mis velas. En mis hijos quiero reparar el ser hijo de mis padres ¡y en todo futuro – este presente! (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 180).

La utopía de este transvalorador es presente y futuro reales y exultantes contra las promesas de un futuro ilusorio. El presente es el tiempo de los niños y de las pasiones. El país de la cultura es el mundo en el que los niños son prioridad. Ni Patria ni Matria: Kinderland. Neologismo, concepto de imposible traducción en un contexto en el cual la “puerilidad” remite a cuestiones “menores” por asociación valorativa con lo insignificante. Zaratustra proclama, a contracorriente de la tradición de los patriarcas: “¡Qué importa el país de los padres!” (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 294).

¡Constituya de ahora en adelante vuestro honor no el lugar de dónde venís, sino el lugar a donde vais! (…) El país de vuestros hijos es el que debéis amar: sea ese amor vuestra nobleza, – ¡el país no descubierto, situado en el mar más remoto! ¡A vuestras velas ordeno que partan una y otra vez en su busca!

En vuestros hijos debéis reparar el ser vosotros hijos de vuestros padres: ¡así debéis redimir todo lo pasado!

¡Esa nueva tabla coloco yo sobre vosotros! (Ibid. p. 281-282).

Estas declaraciones de Nietzsche-Zaratustra inmunizan contra las manifestaciones de una metafísica purgada de materia. Volveremos sobre el específico materialismo nietzscheano poco más adelante. Antes, queremos añadir que además del testimonio de un mundo otro, liviano, exultante y elevado, el niño aparece en el gran libro de Nietzsche cumpliendo otra función: éste mostrará de modo transparente la deformación de la enseñanza de Zaratustra. En el discurso titulado “El niño del espejo” (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 127-130), un niño se le presenta a Zaratustra en sueños, y le pide a éste que se mire en el espejo que el pequeño trae en sus manos. Zaratustra – así narra su pesadilla – grita aterrado al ver como su reflejo en la superficie del espejo la mueca y la risa burlona de un demonio. Perturbado aún por la experiencia mientras la narra, el profeta del superhombre interpreta el anuncio del niño en el sueño diciendo que su doctrina está siendo tergiversada. Así, deberá volver a mezclarse con quienes lo veneran.

Junto al protagonismo reflexivo, explícito y reiterativo de la figura del niño en el Zaratustra, hay otra figura asociada a la creación que se ofrece a nuestra atención de modo menos evidente, pero igualmente importante. Y quizá ya no haya que pensar entonces la transvaloración asociada a una cierta figura individualizada, sino a una relación particular, ya sea reprimida o novedosa. Si el niño es la figura que condensa la fuerza de la creación y la inocencia, Nietzsche también asocia más de una vez en la misma obra la experiencia creadora (estética) a la maternidad.

Habíamos escrito que los autoproclamados “buenos” y “justos”, que están asociados en el pensamiento nietzscheano al cristianismo triunfante como religión imperial, odian al quebrantador, al que rompe viejas tablas, al que se inventa su propia virtud. La creación está asociada a la niñez en el primer discurso del Zaratustra que ya analizamos, pero se asocia luego también a la maternidad:

¡Vosotros, creadores, vosotros, hombres superiores! Quien tiene que dar a luz está enfermo; y quien ha dado a luz está impuro.

Preguntad a las mujeres: no se da a luz porque ello divierta. El dolor hace cacarear a las gallinas y a los poetas.

Vosotros creadores, en vosotros hay muchas cosas impuras. Esto se debe a que tuvisteis que ser madres (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 388).

El campo semántico que configura las nuevas “virtudes” en esta obra nietzscheana desmonta, al menos en ciertos fragmentos, la frecuente tentación de asociar, por inercia patriarcal, fuerza, violencia y poder. La maternidad es el vínculo que se transforma en la sede de las virtudes del transvalorador, ya no exclusivamente viriles, en las que se avizora algo del horizonte inédito del superhombre. No en la persona-Madre que quiere al hijo para sí, sino en la mater-ialidad (Rozitchner dirá incluso en el amamantamiento), donde se halla el germen de estos valores. En efecto, cuando se refiere a los que él mismo considera virtuosos, Zaratustra asocia los nuevos valores a la maternidad: “¡Ay, amigos míos! Que vuestro sí-mismo esté en la acción como la madre está en el hijo: ¡sea esa vuestra palabra acerca de la virtud!” (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 146). El sentido de esta sentencia se comprende mejor si se la vincula con otra que leemos más adelante: “Pues radicalmente se ama tan sólo al propio hijo y a la propia obra; y donde existe gran amor a sí mismo, allí hay señal de embarazo: esto es lo que he encontrado” (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 230). Y aunque ha rechazado antes la Matria y de todo mundo pan-adulto en pos de un país de los hijos, la ética del superhombre en Zaratustra, parece contar, dentro de sus aspectos infaltables, con valores maternales. No se trata de una cuestión marginal: Zaratustra termina explicitando la ética de la obra alrededor de ese ideal no des-mater-ializado de la gravidez y el amor materno. La suya no es una ética de la belleza, y tampoco una ética de la felicidad personal. Cuando señala su estrella polar Zaratustra habla como la madre antes imaginada: “Mi sufrimiento y mi compasión – ¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra!” (Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 433).

Nietzsche complejiza así, como en un paréntesis de su obra, el énfasis más unilateralmente viril, más inclinado a las virtudes primitivas – por definición, varoniles, dado que el concepto de “virtud” deriva de la voz “vir”, esto es, “varón”– que caracterizarán al superhombre temerario de otras obras, para componer un bello y necesario encomio de los valores maternales, creadores, sensibles, receptivos, generosos y protectores de lo nuevo4. Recupera y confiere alcance estético y político a la tradición que miraba al niño desde la perspectiva que lo enlaza con la madre (téknon), y los recluía al ámbito doméstico. El materialismo nietzscheano que podía definirse en principio la elaboración consumada de la muerte de Dios, muestra en Así habló Zaratustra una consecuencia menos obvia y menos reconocida: el cultivo transvalorador de los valores mater-iales.

4 No se trata de valores propios de un esencialismo ahistórico, sino de rasgos distintivos de funciones asociadas milenariamente a las mujeres, presentes en mitos, sueños y representaciones primarias en culturas diversas.

 

Leandro Drivet leandrodrivet@yahoo.com.ar

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires), e Investigador del CONICET. Profesor en la Facultad de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos (Argentina), donde integra el CIFPE y el CISPO. Publicó recientemente: “Freud como lector de Nietzsche” (Civilizar, Ciencias Sociales y Humanas, 2015).