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Muerte y vida en la adolescencia: del dolor y la delicia de ser joven

Ana, de 14 años, me alertaba sobre su flirteo con la muerte, repitiendo en incontables ocasiones la frase: “Solo estaré aquí hasta fin de año”. Me convocaba así a estar atenta, me demandaba una vigilancia preocupada y un estado de celo ante la amenaza de que, a partir de una inesperada/esperada anunciada inscripción en los cortes incesantes en el brazo joven, irremediablemente joven, se deslizase más allá de la vida. También el mensaje reiterativo tenía múltiples sentidos: la oportunidad que me daba era hasta fin de año, era el plazo que me estaba dando.

Antes de verla, me encontré con la madre, que me contó sobre la tristeza de la hija y su aislamiento en la escuela, refiriéndose a un periodo de dos años atrás, ocasión en que ya Ana se cortaba, usaba antidepresivos por prescripción psiquiátrica, e iniciaba una psicoterapia. En la entrevista me espantó cómo se reía sin motivo en medio de una conversación tan seria. Por más que fuese expresión de una negación, su risa extraña me hacía pensar que algo no estaba bien con ella, quizás con la familia, algo del orden de un quiebre. Y los quiebres me asustan, al contrario de la represión1, son fisuras ocultas que pueden llegar a lanzar los cuerpos vivos para un nunca más (de la muerte psíquica o de la muerte fallecida – aquella que todos tememos a la muerte del perderse de vista, del dejar de existir). Pero, le di tiempo, le ofrecí el tiempo necesario para que surgiera la confianza. Así, lo serio apareció: la madre me relata que, a los 15 años, intentó suicidarse, no era para preocuparse, intenta tranquilizarnos (a ella misma y a mí), y tal vez por la ingestión de medicamentos psiquiátricos, aunque no “hubiese sido para tanto”, fue lo suficiente (pienso yo) para sufrir un paro cardiaco. El abuelo de ella, también con depresión, fue internado y murió. Así me dice, entre dientes, en entrelíneas, que sobre la historia familiar yacen pesadas nubes de muerte y desaliento.

Recibo a Ana y solo me habla de muerte y de tristeza, se queja de los padres que no toman en serio su dolor, pusieron flores que para nada sirvieron. Ama a sus padres, pero no quiere tener contacto ni conversar con ellos. De ellos no puede venir ningún mensaje que de la señal de que serán comprensivos y, sobre todo, nada, nada tiene sentido. Está al borde de algún precipicio que me asombra y me exige ser esmeradamente cuidadosa. Estoy junto a ella, desde el primer encuentro, tomándola en serio, pues, entre otras cosas, es eso lo que necesita, además de ser comprendida, fundamentalmente. Estoy a su lado, al borde de ese precipicio que insta a morir, Shererazade contando historias, para que sobrevivamos, vivamos, lanzando una cuerda que la salve del profundo abismo. Llora mucho y lo que recuerdo de esos primeros contactos es el anuncio de la muerte planeada, del repudio en relación con los padres, del lamento de que la vida no significa nada. Flirtea con la muerte, esa atracción que la muerte ejerce en ese pasaje de casi púber a recién adolescente. No sabe decir por qué el cutting2, solo que son constantes, “¿quiere ver?” Le respondo que sí, quedo presa de una gran preocupación, repito que comprendo lo difícil que debe ser vivir-no vivir así. Seguidamente, estamos juntas y puedo ver su brazo: son numerosos los cortes hechos con alicate, sangre en la piel, en la ropa, esconde la camiseta de manga corta. El ritual se repite: “Continúo cortándome. ¿Quiere ver?” Muestro preocupación, siento que es eso lo que necesita, entre otros tantos pedidos encubiertos, esperando que las brisas de esperanza descubran lo que se mantiene oculto. Brisas, no vendaval, porque es necesaria la delicadeza suficiente para no desenmascararla y, al mismo tiempo, fuerza y tono para ayudarla a mantenerse del lado de la vida, protegida por un contorno que tal vez los padres fallaron en propiciar.

Ana repite en innumerables ocasiones que los padres hacen todo lo que ella desea, se enorgullece de haber conocido ya 14 países y cuenta que, desde los 10 años, va sola a los médicos, al nutricionista y, ahora que va al psiquiatra, cuando este se espanta de verla sola, llama a la casa, donde está el padre, llamando para la consulta. Pedidos que siempre son satisfechos: quiere todo lo mejor, ropas extranjeras, bolso de 4000 reales, todo top, peluquera de estrellas de Nueva York, el cielo es el límite para su avidez raramente limitada por los padres. Ríe, risas que mezclan dolor e ironía, además de una extraña satisfacción: “yo soy mimada”, me dice en casi todas las sesiones, expresándome así que algo tóxico/intoxicante proveniente de esa profusión de mimos materiales la lanza a la nada. Comienzo a comprender entonces que sus quejas de vacío, vacío-horror, “vacío extraño”, me dice, se refieren a un “vacío estridente”.

Primer acto: “Solo estaré aquí hasta fin de año”

Es repitiendo: “Solo estaré aquí hasta fin de año”, que Ana, insistentemente, inocula en mí un sentido de emergencia y de temor por su sobrevivencia. Urge, es verdad, que se zurzan desde siempre y, así continúa siendo en el devenir de nuestra historia, esos cortes rasgados del tejido vital, despedazados y desparramados: ¿qué dolor escoger, entre tantos dolores heredados o propios, en esa especie de inventario de equívocos y pérdidas? Urge, es verdad, que se recojan del suelo abismal, pedazos de esa existencia desmantelada. Pero, debo resaltar que, en ese primer movimiento en dirección a mí, lo ardientemente elocuente es el suicidio anunciado. Un primer momento en el que pienso que su vida está en peligro más allá de la muerte psíquica, pues temo que su cuerpo adolescente ceda a la tentación de no-vivir. Me lanza, desde mares helados y entre risas sin sentido, de esas difíciles de entender, mensajes en botellas como náufraga que es, con pedidos de cura y salvación. Recojo en la arena de nuestros primeros encuentros esas cartas dirigidas a alguien que debiese reconocer, en los años recientes de la pubertad y la adolescencia que comienza, los dolores anunciados en bramidos altos de tristeza y reclusión. Botellas al mar, para que alguien avise a los padres de los riesgos que corre, de su no-vivir, del vaivén enloquecedor entre tanto-sentir y nada-sentir.

1 – En las patologías neuróticas, el mecanismo de defensa principal es la represión, cuando representaciones (ideas) ligadas al deseo son enviadas al inconsciente. Así, el reprimido o reprimido tiende a retornar en forma de síntomas que pueden ser: o histéricos o fóbicos u obsesivos. La escisión es un mecanismo de defensa que caracteriza modos de enfermedad no-neuróticos: el yo se divide y una parte se mantiene desconectada de la otra. Como, por ejemplo, en el caso de Ana: la «risa extraña» y fácil se mostraba incompatible con los pensamientos melancólicos.
2 – Se le llama de esta manera a una moda entre adolescentes que consiste en cortarse a sí mismos, infligiéndose una herida con cuchilla, navaja u objeto filoso, quedando marcas en la piel. Algunos especialistas aseveran que el motivo es encontrar alivio psicológico a través del dolor físico. Se considera que son más propensos quienes tienden a la depresión, la angustia, el aislamiento psicológico.
Fátima Flórido Cesar fatacesar@gmail.com

Psicóloga, Psicoanalista, posdoctorante en Psicología Clínica por la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo (PUC-SP), Brasil. Autora de los libros: "Dos que moram em móvel-mar: da elasticidade da técnica psicanalítica" y "Asas presas no sótão: Psicanálise dos casos intratáveis".