Bandas, pandillas y “ser barrio”
En las ciudades mundiales también existen otro tipo de habitantes que no interaccionan con la cultura globalizada de esas maneras. En un artículo en el que reflexiona la quema de coches en los suburbios franceses de finales del 2005 por manos de los jóvenes que los medios de comunicación denominaron “inmigrantes”, Ulrich Beck indaga lo que ocurre con los que quedan excluidos del maravilloso nuevo mundo de la globalización. Propone entenderlos enraizados en la globalización económica que ha dividido al planeta en centros muy industrializados de crecimiento acelerado y desiertos improductivos cuyas poblaciones habitan las ciudades mundiales. Desde el nuevo entorno económico son considerados superfluos pues no se les necesita para generar riqueza. ¿Quiénes son estos jóvenes incendiarios? Son jóvenes superfluos, ciudadanos sobre el papel – escudriña Beck – son jóvenes franceses hijos de inmigrantes africanos y árabes que soportan, además de la pobreza y desempleo, una vida sin horizontes en los suburbios de la gran metrópoli, donde la sociedad los margina en auténticos guetos superfluos. Hago uso de la propuesta interpretativa de Beck para abordar las maneras de habitar y ocupar el espacio urbano por los jóvenes de la marginalidad citadina mexicana.
Actualmente, las bandas y pandillas juveniles de las periferias urbanas habitan y ocupan el espacio público local: el barrio. Valenzuela (1997) señala la importancia del barrio en las prácticas culturales de los jóvenes de los sectores populares. Es espacio socializador, primer recurso de libertad y poder desde el cual tienen control sobre el cuerpo, el lenguaje y otros símbolos con los que crean sus propias relaciones de status y poder. En los 80, el tiempo de la banda era uno particular en relación al tiempo formal de la educación y/o el trabajo, y ambos tiempos se complementaban. Estas agregaciones tenían un ciclo específico de vida relacionado estrechamente al mayor o menor ingreso de los jóvenes en la esfera laboral formal o informal (en su mayoría) y a la esfera delictiva (en una minoría aún). El barrio permitía a los jóvenes banda hacer frente a la inseguridad que provocaba el cambio hacia la vida adulta en contextos de incertidumbre laboral, en tanto era accesible y controlable en su presente. Empero, desde los años 90 se observan cambios en el tiempo que ocupan las bandas en la vida de sus miembros y en el nivel de violencia con que articulan sus diferencias con otros jóvenes del barrio. Esto coincide con una más ubicua incursión de ciertas ramas del crimen organizado y el narcotráfico en barrios en los que no había estado antes presente, fomentados por una persistente política neoliberal que estrecha las opciones que tienen los jóvenes para materializar sus procesos de autonomía. El escenario actual, que conforma gran parte de las historias de vida de la población juvenil, es uno plagado de desigualdades en cuanto a accesos a la educación, al empleo, a servicios de salud, a niveles de alimentación adecuados, a medios de comunicación, a espacios de participación y esparcimiento, a la tecnología. En su conjunto, la población juvenil está inmersa en un empobrecimiento profundo (Valdez, 2009).
En un estudio sobre jóvenes, crimen y estigma, Carlos Perea (2004) desmonta el equívoco “que le imputa al joven el papel estelar de la criminalidad”, demostrando que los adultos son los más destacados protagonistas de la criminalidad. Observa que el lugar del crimen en la actualidad no proviene de su crecimiento ilimitado y sin cauce, sino de su estratégico papel en mediaciones esenciales de la reproducción social: penetra procesos económicos y políticos, como también la esfera cultural, en la que las bandas juveniles juegan un papel destacado. Distingue entre pandillas con nexos con el crimen y aquellas que no los tienen6. Los miembros de las primeras viven sumergidos en un tiempo paralelo, “sus ciclos de actividad marchan por fuera de los horarios socialmente establecidos: desisten de las aulas escolares, desprecian el oficio estable y suelen quebrar los modos de relación con la familia”; mientras los segundos “permanecen ligados, así sea con conflictos, a las rutinas de la familia, la escuela o el trabajo” (Ibíd., p. 164). Los primeros asumen como hábito permanente de vida el consumo, el robo y la violencia; mientras los segundos pueden asumir uno u otro. Para ambos, su centro de referencia es el barrio, el espacio local donde ejercen su poder, y en los primeros, éste es pleno. En estas circunstancias, la banda y la pandilla lanzan un desafío al proyecto cultural de la ciudad. Parados frente a un tejido urbano que ofrece exclusión, multitud de jóvenes de las zonas populares hacen de la marginación un estilo de vida que es fractura ciega con la vida corriente y sus usos, con la ley y la norma instituida (Perea, 2004)