El relato de una experiencia clínico-política
Durante algunos años en la coordinación del Equipo de Referencia Infanto-Juvenil para las Acciones de Atención al uso de Alcohol y otras Drogas (ERIJAD), fue posible acompañar algunas de esas trayectorias de vida, evidenciándose nuestra afirmación, la de que recalcamos (en cierto sentido de la expresión) nuestro fracaso institucional y, al depararnos con sujetos en conflicto con la ley, principalmente con los adolescentes, damos respuestas erradas y discriminatorias. La función del analista en el conjunto de profesionales que nada quieren saber sobre lo que tienen para decir estos sujetos es justamente traer a colación los efectos nefastos de las alternativas estatales que se ofrecen a aquellos que consideramos extraños para la ciudad.
Apostamos a que nuestra resistencia no es casual, ya que al optar por hacerlo tendríamos que pagar un precio muy alto, muchas veces, con nuestra propia piel, en la transferencia y con lo que surge a partir de ella. Además, en cuanto analistas, tenemos el deber clínico-político de transmitir al campo público aquello que recogemos en la transferencia, hacer valer nuestro testimonio ante lo inconciente. Esa tarea no es nada fácil, y también requiere de la disposición de posibilidades, de alguna transferencia en el trabajo con otros colegas e instituciones. Vale recordar que la misma palabra en el idioma alemán (idioma oficial en el cual fue formulada la teoría psicoanalítica y que, por eso, se utilizan algunas palabras del propio idioma como conceptos-clave), Übertragung, se refiere no solo a la idea de transferencia con el sujeto en tratamiento, fenómeno motor de un proceso analítico, sino también se refiere a la transmisión, y será este uno de los propósitos de nuestro trabajo con esos sujetos: manejar la transferencia en esas dos direcciones, con cada sujeto a través de los vínculos terapéuticos con aquellos que realizan sus tratamientos y, al mismo tiempo, transmitir a la polis los elementos de aquello que emerge en la narrativa de esos sujetos (sus existencias y sus procesos de subjetivación) y vaciar de contenido el imaginario social sobre el cual estos sujetos han sido concebidos como personalidades esencialmente ruines y, por eso, con altos índices de peligrosidad. De ese modo, la transmisión a la polis a partir de aquello que escuchamos, se constituye como una ruta política de nuestro mandato en cuanto clínicos, nuestro mandato es clínico-político por excelencia, estemos donde estemos institucionalmente lidiando con esas poblaciones.
Dicho esto, a través de un caso acompañado por el Equipo de Referencia Infanto-Juvenil para Acciones de Atención al uso del Alcohol y otras Drogas (ERIJAD2), entre los años 2011 y 2015 (caso L.), ilustraremos esta discusión, a partir de una práctica donde la transferencia y la transmisión estuvieron en juego a lo largo del tratamiento, bien como en la intención de poner en práctica una alternativa que pudiese minimizar los efectos de la segregación presentes, del rechazo sufrido por el sujeto. También trataremos la dimensión de extrañeza del sujeto para la vida pública, que lo hace ser contenido por, y, al mismo tiempo expulsado, de las instituciones que recorre. L. es un sujeto que aparece ante los profesionales como un extraño antes y después de su llegada a la institución de privación de libertad por donde pasó. Su subjetividad, o sea, su lógica de funcionamiento en el lazo social impide que sea acogido por los representantes de las instituciones por donde pasa, ya que su forma de comportarse se asocia, a través de los estigmas que ellos poseen, al peligro.
L. tenía 14 años y cumplía una medida socioeducativa en una unidad de privación de libertad del DEGASE, respondiendo a una infracción por robo. No obstante, en la declaración del juez, constaba un acto referido al intento de matar a su propia madre. Situación descrita sucintamente como el acto de haber encendido el fogón y cerrado toda la casa mientras su madre dormía.
Ante el intento (sin éxito), la familia recurre a la justicia, solicitando que esta determine un lugar en que se pudiera tratar lo que entendían que había provocado tal acto: el crack. La respuesta judicial se dio en forma de medida socioeducativa y fue así que L. inauguró su trayectoria institucional.
El equipo de la unidad de privación de libertad para donde fue encaminado pedía nuestra colaboración en el acompañamiento de los padres de L. Entendían que se trataba de una situación de gran vulnerabilidad, ya apuntando hacia la necesidad de construir una red de cuidados antecedente al progreso de la medida (para la semilibertad) y, como consecuencia, al contacto más regular y frecuente que tendría lugar con su familia en su medio social de origen. Se procuraba trascender los muros, en la dirección de un cuidado territorializado, respaldando el sentido de la asistencia indicada por la Reforma Psiquiátrica, así como con el ECA (Estatuto del Niño y del Adolescente), en el que la privación de libertad se configura solo con carácter transitorio y de excepcionalidad.
Intentamos atender a la familia junto al Consejo Tutelar, no obstante, este avaló que no eran de su incumbencia las situaciones relativas a las medidas socioeducativas, posición equivocada dado su mandato y que manifiesta el primer rechazo del caso en la red, luego del inicio de su recorrido institucional. Constatamos, en este y otros casos, un equívoco en la comprensión de lo que sería garantizar derechos cuando un sujeto se inserta en el circuito socioeducativo. No solo los Consejos Tutelares, sino también otras instituciones de la red los tratan como una excepción: distinguiéndolos del grupo que merecería tener acceso a los cuidados de protección y a la garantía de derechos.
Ante la complejidad que se presentaba, buscamos el CAPSI (Centro de Atención Psicosocial Infanto-Juvenil) de referencia del municipio para que pensásemos en estrategias. En esa reunión, invitamos también al equipo de la unidad de privación de libertad. Decidimos que el ERIJAD y el CAPSI compartieran la atención a los padres de L. hasta que se determinase el mejor lugar para atender las necesidades identificadas.
Una vez indicada la progresión de la medida socioeducativa que debía cumplirse en semilibertad, L. es transferido para el CRIADD (Centro de Recursos Integrados de Atención al Adolescente) y, así, tuvimos la oportunidad de conocerlo personalmente y ya identificar fenómenos importantes como alucinaciones cenestésicas y auditivas, a partir de lo que hablaba, cuando decía “tener un cuchillo clavado en su columna” y que, por eso, no conseguía quedarse quieto. Este evento nos llevó a considerar que se trataba de un caso en que la problemática del uso de drogas no podía ser tomada como su primer impase. Era preciso comprender la relevancia de estas cuestiones de investigación diagnóstica, así como su construcción delirante, direccionamiento que ya había sido colocado inclusive por el equipo del DEGASE, que comprendía que L. hablaba sobre su psicosis. De este modo, sería posible iniciar la construcción de una línea de tratamiento además de disolver un imaginario presente entre algunos técnicos sobre el uso de drogas como aspecto principal, un intento de transmisión posible para los equipos del territorio.
La inserción de L. en el colectivo de la unidad de semilibertad fue complicada, ya que no se identificaba con ninguna de las principales facciones criminales de RJ; esto hizo que los demás adolescentes lo llamaran alemán, connotación pedestre que usan entre ellos para identificar a “quien es de afuera, invasor, mal recibido”. L. no conseguía funcionar a partir de una identificación que lo uniera al grupo a través del nombre de las facciones. Su condición psicótica lo colocaba como un extranjero, un alemán, delante de los demás miembros, lo que provocaba agresiones físicas y aislamiento. En ese momento, nos preguntábamos, ¿cómo una institución, y nosotros mismos, que debíamos garantizar sus derechos básicos, no conseguíamos crear la posibilidad de una mediación en la relación entre L. y los demás niños? Provino un período marcado por algunas evasiones (término técnico utilizado para hablar de las salidas sin autorización, pero que, en este caso, nos pone en cuestión, ya que L. era expelido de la institución), irregularidad en las consultas agendadas en el CAPSI y el retorno al consumo de crack los fines de semana.
Es importante destacar, en este punto, que el CAPSI mostró una gran resistencia a acoger a L. Por algún tiempo, solamente se hacía referencia a la marca de la infracción cometida y el consumo de drogas. En esta ocasión, notamos la importancia de transmitir algunos elementos del caso a partir de nuestro encuentro con él, no obstante, notamos resistencia, principalmente por el hecho de que L. también allí era diferente a los demás. El CAPSI hablaba de L. como si ya supiese sobre él. Solamente en un segundo momento, en el CAPSI, fue posible acoger algunos aspectos referentes a su historia de vida y sufrimiento. Nuestra pregunta, entonces, era, ¿qué del caso resultaba tan insoportable para los demás niños del DEGASE y para los técnicos que intentaban recibirlo en tratamiento (CAPSI y Consejo Tutelar, por ejemplo)?
Después de un corto período, incluso con alguna vinculación al servicio, el CAPSI decide encaminar a L. para un ambulatorio de Salud Mental sin ofrecer elementos suficientes para que comprendiésemos el motivo. L. tampoco consiguió responder a las exigencias mínimas de aquel dispositivo. En la misma época, el CRIADD solicitó su transferencia para una unidad fuera del municipio, alegando no poder quedarse con “casos como aquel”. Y su familia, al mismo tiempo, procuraba la Fiscalía, afirmando la necesidad de que el hijo permaneciese internado, en una institución cerrada para drogodependientes. Todos expresaban que no había lugar para L. Ante la interrupción de todas las acciones que estaban siendo construidas en su territorio, la ERIJAD, una vez más, necesitó fomentar intervenciones en esas estructuras para que se revisasen los direccionamientos, de manera que se pudiera producir algún reposicionamiento de esas instituciones en la dirección de brindar el cuidado necesario. La sensación era la de estar hablando con paredes que no producían eco, o sea, teníamos dificultad para transmitir la importancia de escuchar lo que decía L. sobre su sufrimiento y que solo así podríamos pensar en sus direccionamientos – algo diferentes a los protocolos seguidos por las diferentes instituciones y que justificaban los encaminamientos equivocados, el crack y la delincuencia se apropiaban de la escena.
Prosiguió un largo periodo en que el adolescente recorrió diversas unidades socioeducativas en entorno cerrado, obligándonos a reiniciar la discusión y transmisión del caso a cada equipo de acompañamiento. Esa inconsistencia produjo una discontinuidad en su tratamiento, ante lo que constatamos su deterioro clínico. En una de esas visitas que le hicimos, L. mostró su brazo, en el que talló profundamente su nombre, como procurando inscribirse en el mundo, en el intento de conseguir algún reconocimiento por aquello que le pertenece.
En una nueva evasión, L. busca la casa de la madre, no obstante, ella lo lleva en esta ocasión para una comunidad terapéutica para drogodependientes en el interior del estado de SP. Serán otros nueve meses de reclusión.
Así pasaron dos años más y, ya con 18 años, con su medida socioeducativa sin efecto, debido a su mayoría de edad penal, permanece condenado a un destino construido por todos esos actores: trae consigo la marca preponderante de la delincuencia y del uso de drogas. Ya pasaron más de 5 años de institucionalización, y, ¿qué fuimos capaces de hacer por L. y con L.?
Aquí, identificamos un punto de esta discusión que no podemos evadir: en lo concerniente al mandato de la Atención Psicosocial – una red promotora de cuidados para todos aquellos que, como producto de sus posiciones subjetivas en el lazo social y de sus sufrimientos, transgredieron algunos de los pactos sociales -, ¿cuál es nuestra responsabilidad en la condenación a la institucionalización de adolescentes como L.? ¿Será que estamos emprendiendo acciones de desinstitucionalización más allá de los asilos convencionales de la locura? ¿Será que nosotros, actores del campo de Atención Psicosocial, percibimos que esa población no solo, pero también, está incluida como un segmento que tiene algo que decir? Notábamos un fracaso en nuestra transmisión y la imposibilidad de ofrecerle una escucha en cada nuevo lugar por el que L. pasaba o que lo expulsaba. Lugares que nunca pudieron funcionar como espacios para su encaminamiento, tomando en cuenta lo que decía sobre su sufrimiento y apostando por que esa sería la primera posibilidad de construcción de un lugar en el campo del Otro, con consecuencias importantes para su vinculación al servicio de salud propuesto para su tratamiento.