Foto: Gustav Klimt

Más allá del patriarcado: la niñez y la maternalidad en Nietzsche

En el hombre auténtico se esconde un niño: éste quiere jugar”

(Nietzsche, 1883-1885/2007, p. 106).

 

Introducción

Nos interesa en este trabajo, en primer lugar, rastrear algunos rasgos salientes de las concepciones tradicionales de la infancia y la niñez, especialmente de los mitos que organizan las subjetividades occidentales. Para ello, recurrimos a la Biblia y a la historia del cristianismo. Luego, contrastamos la valoración patriarcal y mercantil de la infancia y la niñez con la figura del niño en el pensamiento transvalorador de Nietzsche. Desde sus escritos juveniles, Nietzsche (1872/1994) había detectado el riesgo del agotamiento de la experiencia estética (trágica) que alberga la desmesura, el arrobamiento, el éxtasis, el baile, el canto y el juego, bajo el despotismo del socratismo estético, una forma gris y desapasionada de la adultez anestesiada, adaptada a la mediocridad de lo normal y lo esperable. Pero es fundamentalmente en Así habló Zaratustra donde Nietzsche destaca la singularidad creadora de la niñez (cf. Niemeyer, 2012). Sostenemos que allí brinda aportes significativos para el desarrollo de una perspectiva que tenga como objeto de estudio específico el mundo de la infancia y la niñez. Concluimos afirmando que dicha perspectiva que pone de relieve la violencia contra los niños está indisolublemente ligada a la concepción nietzscheana del “materialismo”.

Aspectos salientes de la niñez en nuestros mitos fundantes

Para los griegos, paidós es tanto niño e hijo como esclavo, y su raíz hace especial énfasis en el vínculo del niño con el padre. Se distingue por ello del vocablo téknon, que, proveniente de un verbo que significa dar a luz, parir, engendrar, señala ante todo el vínculo filial con la madre. Mientras que téknon es una categoría doméstica, paidós tiene desde sus orígenes un alcance político. Es significativo que la raíz indoeuropea de la que nace paidós se asocia a lo pequeño, breve, escaso, poco, insignificante y humilde (Dumé, 2015).

El término “chico” proviene del latín ciccum, que el Oxford Latin Dictionary define como “un objeto proverbialmente sin valor” [«A proverbially worthless object»]. La Real Academia Española establece que la “puerilidad” es algo propio de un niño tanto como una “cosa de poca entidad o despreciable”. La niñez no existió como objeto de la atención intelectual sino hasta Rousseau. No obstante, no sin razones, pero con cierta injusticia, para la Modernidad la minoría de edad es, unilateralmente, sinónimo de incapacidad1. Es por ello relevante recuperar una perspectiva de análisis que contribuya a poner de relieve un tipo de violencia que no se reduce a las desigualdades de clase. No del todo desconocida, la violencia ejercida sobre los infantes y los niños de ambos sexos por los adultos se encuentra, en lo que respecta a la crítica del patriarcado, en un segundo plano respecto del invalorable aporte de los abordajes feministas2. No obstante, no es en el trabajo (alienado) adulto ni en el vínculo sexual adulto, sino en la relación entre los adultos y los niños donde puede encontrarse el principio de la reproducción del orden social existente. Como recuerda el lenguaje (incluso a espaldas de la consciencia de los parlantes), y supo notar Rozitchner (2011), el mater-ialismo comienza con la relación de la cría con su madre. Se extravía, por ende, con la represión de ese vínculo.

Para contextualizar la importancia actual de nuestro tema, bastará sobrevolar la agenda mediática para advertir la relevancia y la actualidad de la reivindicación de una crítica del patriarcado no restringida a la perspectiva de género – que resulta indispensable: la violencia contra los niños, y muy especialmente la violencia sexual de la que siguen siendo víctimas, sin exclusión de clases, ocupa periódicamente las portadas de la prensa internacional señalando la complicidad de diferentes sectores (sino de la jerarquía) de la Iglesia Católica y del poder político y financiero aliado a la misma.

A la inveterada explotación de los niños como fuerza laboral, como simple materia dispuesta para la satisfacción de pulsiones sádicas, como mercancías, así como a su uso como objetos sexuales, la Argentina ha añadido la expropiación de su identidad por motivos ideológicos. Se comprende rápidamente por qué es necesario poner el acento en un ángulo descuidado de la crítica del patriarcado que tiene su núcleo en la necesidad de someter al tribunal de la razón a la violencia que no cesa de actualizarse en la relación social específica entre adultos y niños3.

La perspectiva que enfatiza la centralidad de los derechos de los niños es contigua y solidaria de aquella que defiende los derechos animales / ambientales / naturales en tanto está ocupada de los derechos de los (aún) sin voz o, tal como precisa Derrida (2010), de aquellos a quienes se supone incapaces de respuesta: los seres vivos no humanos y las generaciones futuras. El “olvido” o postergación de los “cuerpos menores” es un síntoma de largo plazo vigente en nuestra época. Éste podría entenderse como una consecuencia del desprecio por la naturaleza no humana (Schaeffer, 2009), en este caso de la naturaleza que (todavía) no se articula a sí misma, ni es reconocida por otros como sujeto.

El desprecio de los niños es una constante que precede y rebasa la moralidad cristiana, pero que ésta ejerció ejemplarmente. A juicio de Freud (1900/1991, p. 271. Cursivas nuestras) “el destino de Edipo nos conmueve porque habría podido ser el nuestro (…)”. León Rozitchner (2001) argumenta de modo convincente que la figura dramática que hoy nos conmueve desde la infancia, seamos o no creyentes, es Cristo. Él sugiere desde la cruz que su destino podría ser el nuestro. Su figura es la del hijo que muere, según nos dicen, en nombre del padre, por rebelde.

Las normas de civilidad comienzan, como demuestra Norbert Elias (1939/1993), haciendo a los niños objeto del control adulto. Ellos albergan simultáneamente la espontaneidad y el exceso, la imposibilidad de disimular, la desfachatez, la “perversión” y la inocente irreverencia. La refinada mirada psicológica ya indica que es allí, en la “tierna infancia”, donde deben comenzar los controles, las coacciones, la enseñanza de las reglas sociales: el pecado, lo afirma Agustín (1999), comienza allí. Ese cuerpo – a medias madre y a medias animal -, infinito, impredecible y seductor por lo que es y por lo que nos recuerda, debía ser modelado.

El cristianismo, digámoslo con ambigüedad freudiana, se ocupó de ello. En las Confesiones, Agustín (1999, p. 23) se vale de una pregunta retórica para afirmar que son los infantes los que nos muestran “el pecado de la infancia” que no “recordamos” de nosotros: el haber deseado con ansias el pecho materno. El obispo de Hipona se siente morir de vergüenza frente a este espejo que apenas se atreve a mirar para olvidar de inmediato. Rozitchner (2001) supone, analizando las Confesiones de Agustín, que el desprecio cristiano por los niños es un desplazamiento, o acaso parte inescindible del mismo odio/terror por la “mater-ialidad”, concepto que condensa madre y materia. Este carácter anti-mater-ialista del mito explicaría por qué la madre en el cristianismo es Virgen, por qué engendra “sin pecado”, es decir, sin placer, sin goce carnal, no con un hombre (carnal) sino con su propio Padre, y por qué esa madre sensual se halla desplazada de la Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Foucault (1987), sin destacarlo puntualmente, anota que la tipificación de la “corrupción de menores” desaparece en la transformación de la jerarquía judaica del pecado carnal que escribe Casiano. Esta falta tampoco es mencionada por San Pablo, que conociéndola la silencia, por lo cual parece tratarse de una represión cristiana, y no judaica. Lo “impuro” de la niñez podría ser su proximidad con la sensualidad mater-ial. La interacción primaria con la madre que rebasa de sexualidad lo meramente autoconservativo en dirección adulto-niño (Laplanche, 1987/2001) es un revelador de las fantasías inconscientes que el adulto presume superadas y considera – sin razón – exclusivas del niño.

Los mitos que organizan la experiencia primaria de la cultura a la que dan sus formas auto-narrativas y auto-teorizantes elementales ofrecen modelos, lugares comunes, rasgos tendenciales de sus miembros. Para los antiguos griegos, Eros tuvo un aspecto pueril, caprichoso, travieso y tierno, y era representado a menudo como un niño. En lo que concierne a nuestra tradición más exitosa, la Biblia no es un libro que muestre amor ejemplar, respeto o particular comprensión por los niños. “El sacrificio de Isaac” (Génesis, 22. 1-19), aquel pasaje célebre que narra el momento en el que Dios pone a prueba a Abraham al exigirle el sacrificio de su único hijo (es cierto que sin su consumación), enseña que el cuerpo del niño pertenece al padre, o en todo caso al Señor; en una palabra: al Pater. Pero el simbolismo se enriquece: Le Goff y Truong (2005) señalan que la voz “Isaac” significa “risa”, y que ésta, por provenir de abajo, fue asociada al demonio, y en consecuencia ahogada, entre los siglos IV al X. ¿Por qué temerle a un niño que ríe? No obstante, el amor (Eros, Cupido), inquiere Bataille (2007), ¿no es tanto más angustioso precisamente porque hace reír? Recién Tomás de Aquino le dará a la risa un estatuto positivo hacia el siglo XII. Nietzsche notará que Jesús/Cristo nunca ríe, y señalará el poder corrosivo de la risa en el Zaratustra, cuando “el más feo de los hombres” mata a Dios riendo (Nietzsche, 1883-1885/2007). Dios es el nombre de la angustia del niño interior: habita en las solemnidades, en los silencios, en las prohibiciones, en las faltas, y no tolera jamás la ridiculización disolvente a la que puede someterlo la inocente curiosidad de un niño.

En el Nuevo Testamento, Herodes da otra muestra de este largo hilo de sangre que conecta a la humanidad (al menos su rama cristiana) a través del “sacrificio de las primicias”, sospechosamente ubicuo. No pueden satisfacernos, por contraste, las siguientes palabras de Jesús: “Les aseguro que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Lucas, 18:17). Nietzsche (1883-1885/2007, IV, “La fiesta del asno”, p. 419) enseñó a leer en ellas la exigencia de subordinación, mediocridad (“hacerse pequeño”, Mateo, 18:4), y de renuncia a la tierra. Arnold Zweig sintetizaba este tópico doloroso de nuestra historia milenaria en una carta a Freud de 1934: “Parece que los pueblos necesitan de tanto en tanto un símbolo del hijo sacrificado” (Freud; Zweig, 2000, p. 134).

Podrá objetársenos que aquí se confiere una prioridad casi excluyente a los “elementos negativizantes” de la infancia presentes en los relatos cristianos. Según esta crítica, excluiríamos, o no valoraríamos con justicia, a un Niño-Dios. Si bien puede afirmarse que, a diferencia del judaísmo como religión del Padre, el cristianismo es la religión del Hijo, e incluso que en éste Dios se hace niño, no es menos cierto que se trata de un Hijo destinado a morir en nombre del Padre (y/o de la Madre-Virgen). Más allá de que puedan encontrarse elementos del mito que ponderan la infancia y se dirigen a cuidarla, la hipótesis de lectura que tratamos de sostener es que las líneas dominantes de la doctrina cristiana, en apariencia (consciente) purgadas de toda agresividad, y aun de toda crueldad, apuntan explícitamente a una sacralización del Hijo en sentido estricto: lo convierten en sagrado, sacrificándolo. Sólo hay que tomar al pie de la letra la palabra sagrada: el hijo es el “cordero de Dios” (Agnus Dei), víctima sacrificial que, con su muerte, “quita el pecado del mundo”.

Por otro lado, no es lícito reducir la historia a la mitología, pero es de notar que nuestros mitos recuerdan que no es conveniente desestimar los deseos inconscientes de los “padres” (adultos) hacia sus “hijos”. En este carril, es crucial recordar que, para la mitología griega, el destino mortal de Layo estaba decidido desde el día en que, oficiando de preceptor, agredió sexualmente a Crisipo, hijo del rey Pélope (Monzón, 2009). Esa historia que, de acuerdo a las propias palabras de Freud, nos estremece desde pequeños, e invade nuestros sentidos bajo un halo de misterio y de secreta admiración adulta, tiene como antecedente menos conocido un caso de violencia sexual infantil (que culmina en el suicidio de la víctima). Somos tan herederos de ese encubrimiento como del descubrimiento que sí se permite Edipo y que Freud trae a concepto.

Dados estos elementos de análisis, es esperable que del autodenominado “Anticristo” pudiera derivarse una transvaloración de la paidofobia de las religiones premodernas, y un cuestionamiento a la concepción de la infancia y la niñez en la primera modernidad.

1 Frigerio (2008) ha reconocido, entre otros filtros ideológicos, el prejuicio de clase que nos obliga a hablar en plural de “infancias” y diferentes formas de la niñez. En la esfera pública contemporánea, “niño” parece ser sólo el perteneciente a una clase privilegiada: los pobres son sencillamente “menores”.

2 El cuerpo de los niños (y niñas, por supuesto) no suelen estar como prioridad entre los cuerpos que importan (cf. Butler, 2008), aunque es justo reconocer que en las teorías a las que aludimos se encuentran herramientas para la tematización del dominio del que nos ocupamos.

3 Al respecto, cf. Autor, 2010.

 

Leandro Drivet leandrodrivet@yahoo.com.ar

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires), e Investigador del CONICET. Profesor en la Facultad de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos (Argentina), donde integra el CIFPE y el CISPO. Publicó recientemente: “Freud como lector de Nietzsche” (Civilizar, Ciencias Sociales y Humanas, 2015).