Telefonema
Andréa acaba de llamarme por teléfono, cuenta sobre los preparativos para la exposición. Está jubilosa porque tal vez quede – a partir de entonces – como curadora del espacio en que estará exponiendo. Dijo: “Me estoy sintiendo viva!”. Me pongo contenta por ella, en verdad, quedo esperanzada.
Recurro a Pontalis (1988) cuando este se refiere a aquellos pacientes, y antes, fundamentalmente a Winnicott, en “O medo ao colapso” (“El miedo al colapso”) (1963). El colapso temido ya aconteció, pero está escondido en un inconsciente (en un otro tópico, afirma Pontalis), que el ego inmaduro en demasía no fue capaz de abarcar, reunir aquello dentro de su área de la omnipotencia personal.
El paciente continua procurando lo que no fue experimentado, de forma que el ego pueda reunir la experiencia original de la agonía primitiva, dentro de su propia y actual experiencia temporal y del control omnipotente ahora – con el apoyo auxiliar de la madre o analista.
No es posible recordar algo que aún no aconteció, porque el paciente no estaba allá. La única manera de recordar en este caso será en la transferencia.
El vacío aparece aquí, como destaca Pontalis, diferente del vacío necesario en el sujeto – un vacío anterior al grado de madurez que tornaría posible que el vacío fuese experimentado. No hay un trauma para recordar, pero el vacío precisa ser experimentado.
Pontalis agregaba: “tuvo lugar cualquier cosa que no tiene lugar” (p.214). Lo que no fue vivido está en el ‘hueco del sujeto’. Lo no-vivido pide ser reconocido! Que se entre en relación con él, para ganar sentido y adquirir vida: porque es de la no existencia que la vida puede comenzar!
Pienso en el vacío de Andréa, en los gritos de dolor, en lo intolerable, ¿cómo puede el vacío doler? En ella y en tantos otros. Mas existe la posibilidad de contornear la informe, comunicar el vacío – encontrar un lugar para presentar el dolor y comenzar a existir.
Me apropio de la interrogación de Pontalis: ¿Qué locura es esta de querer cambiar a los otros? Me oriento a pensar esta locura primeramente como un desafío que nos atraviesa con todos sus peligros y extravíos: de entrar en el juego, de la traducción excesiva, de la desesperanza. Y Andréa… como fui “tomada” en la tarea de ser analista, y mis vacilaciones y los caminos en los cuales el vacío y su delincuencia11 fueron cavando en los acantilados, en los precipicios, en la escamas de los peces muertos. Caminos – intentos de entrar en el mundo, ensayar salir del sótano, mostrando para los que pueden acoger – y ‘no rechazar’ su colección de murciélagos.
Regreso
Andréa regresa, dice que está regresando para el taller de grabado aquí en la ciudad. Repite enfáticamente que quiere mucho regresar, tiene tantas cosas para contarme. Pero cuando viene, no cuenta sobre el tiempo que deambuló, andariega por São Paulo. ¿Qué ocurrió después de la exposición? ¿Preparó que? Pienso en secreto. Cuando algo bueno acontece, ahí viene nuevamente la tormenta, los desvaríos, los robos (dólares, anillo de brillante), el vicio por el bingo. La tendencia antisocial presentando su rostro explícito.
No me cuenta sobre su delincuencia, apenas sobre el deseo de morir o no existir, desistir de esa lucha insana, de la angustia que la destroza. Asesinarse a sí misma, su angustia y a la madre, todas juntas.
Librarse del dolor agudo que le impide sostener una sonrisa, juego a los escondidos entre la dulzura (voz dulce que no conoce a través de la cual disfraza lo que siente – le digo) y la transparencia del estar allí y no estar. Librarse de la distancia que se va prolongando y ella alejándose, el encanto haciéndose polvo. ¿Cómo comunicarse en palabras si el vidrio opaco de su mirada nos separa y el dolor la lleva corriendo (algunas veces llega a interrumpir la sesión)? El mal corroyéndola por dentro y yo veo estampada en su rostro la impaciencia dolorosa que denominamos angustia. Angustia que no es posible compartir, que lleva lejos, piernas automáticas andando sobre un suelo que no ofrece descanso.
Durante todo el período que frecuentaba el taller de grabado, nuestros encuentros se concentraban en torno a ella traer sus producciones. Andréa y su carpeta, mostrándome uno a uno sus grabados.
Yo interesada, mis ojos también brillando de curiosidad, instigada, pescada con el anzuelo de algo que no sabía que era, algunas veces prestaba algún lirio/libro de poesía (ella adoró Hilda Hilst), y ella andaba por ahí con el libro, devorando poesías de muerte y amor-odio.
El cambio y el miedo
Andréa recibió de la madre (de presente) un apartamento, dos pisos (¿encima o debajo?) de donde la madre vivía. Un intento entre donación – del tipo, “eso es mío, pero te lo estoy dando” – y una separación forzada.
La madre, tantas veces odiosa, que comenzaba a hablar mansamente y de repente sacaba todo para fuera, escupía fuego y maldiciones sobre la hija – luchaba mucho también. Tanto que, entre miel y hiel, acogió el juego hasta el fondo innumerables veces, luchando con su propia locura, fue consiguiendo traer a Andréa para la conquista de condiciones mínimas de vivir bien!
La angustia mayor de Andréa era: “yo no sé vivir”, “yo no voy a dar cuentas” – una conversación de las dos que escuché tantas veces. Sobre no saber vivir: levantarse, mínimamente cumplir las tareas de la vida, algo más allá de la depresión, caminar con los pies puestos en el piso, cualquiera que sea, de las personas que se saludan, de la loza para lavar, del día para vivir.
Andréa reluchó para cambiar. Quería, pero una especie de pánico la traía de vuelta al nido, “no daría cuentas” de cuidar sola de sí misma y de la hija, no daría cuentas de la separación.
Hasta que fue literalmente expulsada por la madre. Con la ayuda financiera de esta, la casa ya estaba siendo montada, la casa repleta, llena, el nido pronto cargado de huevos – faltaba el morador.
Andréa describía los colores, tapetes, cuadros de la casa – era una casa colorida, como pedía su alma de artista y su ansia por calidez y alegría.
Cuando se mudó, nuestras sesiones estaban permeadas por la oscilación entre el relato del dolor de quedarse sola, de los días en que solo quería dormir y los grabados que me mostraba. Oh! pedazo de mí – algunas veces apenas la tristeza, el sufrimiento callado y los grabados. Tenía la sensación de que ella solo iba allí para mostrar sus producciones, compartir conmigo aquello que yo recibía con afecto y placer.